En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 10 de enero de 2007
Me encanta esa fuente, dice mi nieta mayor, que tiene los ojos grandes y parece que el mundo, ay, va a entrarle por ellos de un momento a otro y dan ganas de pedirle que los cierre: no mires, por favor, no dejes que entren las partículas de este azacaneado mundo, que son como metralla de desdichas. Tú no lo sabes. A ti te encanta la fuente, apenas un susurro del agua, el semitono con que los árabes ponían contrapuntos en la Alambra para que los ojos no se embebieran demasiado, tuviésemos que escuchar y en esto nos sorprendiera un olor de jazmines. Esparce los sentidos para que ninguno te engañe con los embelesos del mundo mundial, capaz de todas las zorrerías para llevarte a un miserable recodo, un umbría de tristezas en que el agua viva del río, atraída por el sosiego aparente de la soledad silenciosa del remanso, se queda y muere y pudre de desencantos. No mires nada demasiado con esos ojos inmensos, que son como la mar. Pero ¿qué digo? No me hagas el menor caso. Los ojos son para ver y ejercitar este terrible oficio de vivir, que es un constante riesgo, un hartazgo de posibilidades diarias, que has de seleccionar con el exquisito tacto del alma, que si se descompone y disparata, es algo que ocurriría sin duda aunque me hicieras caso cuando temo y desvarío, porque antes era yo solo, mi superficie vulnerable, cuerpo y alma limitados, pero ahora sois tantos como quiero más y más especialmente porque advino el código genético de mi propio sufrimiento y de mi gozo de vivir en vuestro delicado tejido orgánico, en los misteriosos entresijos que usan los sentidos para engañar a las neuronas e irnos llevando, de oca en oca y tiro porque me toca, a lo largo del camino iniciático que hemos de recorrer, por más que yo me empeñe en sacarte de él y conducirte bajo mi capa de invisibilidad, para que no te toquen, al pasar, ni las ramas de los árboles, que se agachan a reconocernos, a los humanos, para preguntarnos por qué ellos, los vegetales, no pueden caminar en busca de una estrella de mar dejada por la mar en la playa para que nos sirva de única brújula útil para no saber a dónde ir. -
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