viernes, 19 de enero de 2007

Presento un libro de poesías que he escrito a lo largo de estos últimos años. Explico que escribir poesía duele. Aclaro: el poeta -bueno o malo, esa es otra cuestión que no atañe al caso- es una persona que tiene el don, o que sufre la patología neuronal, de que cuando los sentiodos transmiten mensajes al centro de mando del cerebro, las neuronas tienen la posibilidad, o sufren la limitación, de distorsionar, exagerar, excitar hasta la tensión la cuerda del sentimiento. El poeta siente la necesidad de comunicar -vivir es convivir, lo que se siente no es casi nada si no se comparte- y cuando trata de escribir lo que ha percibido, sufre el doloroso desencanto de que lo que aparece en el papel no es más que un reflejo apagado de aquella luz, un vago eco de la policromía de lo escuchado. También explico que el poeta ha de seguir, porque le impulsa la ilusionada esperanza de saber escribir un día un poema, un verso, siquiera sea una palabra, que permita transmitir alguna de las facetas, parte de un paisaje de esos que percibe, que siente, que lo conmueven. me dicen que les lea algún poema. Y les digo lo que pienso: la poesía no puede leerse cualquiera, en cualquier momento. Un lbro de versos es ocasional. Se tiene ahí, en la biblioteca, pero sólo se abre cuando llega la oportunidad de hacerlo. Y sin embargo, nada más peligroso que pedirle a un poeta que lea o que recite. Casi siempre hay que acabar agarrándolo por la chaqueta. ¡Cállate ya! ¡Basta, por favor! El poeta, extasiado por su obra -aunque sea mala el se extasia igual-, sigue y sigue. Impertérrito. Agotador.

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