martes, 2 de enero de 2007

Una auténtica porquería –en realidad una simple, sencilla y pura mierda- el servicio de esa gran, es un decir, librería, que llevo media hora tratando de encargarle un libro y el proceso se atranca, en pleno año 2007 del siglo XXI, porque las cosas funcionan según se cuidan o no y de seguro a este encargado le importa un pito que yo compre o deje de comprar el libro, cualquiera que sea, que para él pienso que no es más que un numero del catálogo y ya podría este sujeto, es decir, yo, irse a la librería y comprarlo en el mostrador, o mejor aún, tomarlo él mismo del anaquel y pasar, eso sí, por caja, saludar a la sonriente cajera -¿pagará con tarjeta?, ¿me enseña su DNI, por favor?; nuevas sonrisas de disculpa- y no dar la lata, que esto de la librería electrónica no es más que una exhibición de supuesta modernidad todavía mal asimilada, pese a la habilidad de los moticones, los incontables logos, la reiteradamente incumplida promesa de que en cuarenta y ocho horas usted recibirá un ejemplar de la obra adquirida. ¡Váyase usted a su servicio!, señor librero, es decir, a la pura, sencilla y simple mierda, o atiéndalo como aquellos viejos libreros del guardapolvos y gafas de culo de vaso, que siempre tenían oculto ellos sabrían dónde el ejemplar que uno iba a buscar con aquella timidez de lector reciente, fuera cual fuese la pretensión, desde La caída del imperio romano, de Gibbon hasta la Anábasis, de Jenofonte. Alguna vez se sorprendían: pero ¿de verdad pretendes leer El paraíso perdido? Pues sí, de una sentada, a poder ser. Luego no pude, lo confieso, pero poco a poco hasta el Ulises, de Joyce, que es algo de lo que debe presumirse de haber leído, por mucho que cueste hincarle el diente, que en mi modesta opinión, es más un complicado y exigente trabajo que la distracción que muchos buscamos en la lectura nuestra de cada día, o la evasión, o la liberación de esa rutina que en tantas ocasiones sustituye el espíritu aventurero con que nace cada hombre y que cada hombre vende incautamente cuando casi niño todavía, como Esaú, también por el consabido plato de lentejas.

1 comentario:

A N A D O U N I dijo...

¡Qué buena descripción la del librero! Cierto que aquellos sabían dónde se encontraba hasta el más pequeño de los libros. Los de las bibliotecas actuales los tienen en su mayoría traspapelados en algún carrito perdido en un rincón. Y la verdad es que les da una pereza bárbara irte a buscar nada. Yo creo que es porque el buscaminas es un juego muy entretenido.

¡Ah! Otra cosa, no parece que tú vendieras nada por un plato de lentejas.

Un abrazo amigo.