martes, 30 de enero de 2007

Shakespeare atribuye a Hamlet haber dicho que algo olía mal en Dinamarca. No puedo testificar ni a favor ni en contra porque jamás he estado en la tierra de al lado de la mar de la Sirenita. Lo que sí es mentira, en cambio, y ahí sí que opino, es en Venecia, mi hermosa admirada, hecha de agua, niebla, espuma y recuerdos. Y puede que sea verdad en cierto país, cuyo nombre no quiero citar, donde últimamente, cada decisión de cada uno de los tres poderes, suscita la salida a la calle de vociferantes grupos de disconformes. Es un peligro, eso de las masas, porque al parecer son inconmensurables y cada cual las mide, a la mañana siguiente, a su antojo, y de la imponderabilidad resulta que se ponen desmesuradamente fingidas en la balanza para acreditar que una supuesta mayoría manifiesta su desacuerdo con quienes teóricamente la representan y en quienes ha delegado temporal y más o menos provisionalmente su soberanía. Lo que ocurre es, en mi opinión, que una masa no es nunca una mayoría, sino un altavoz por el que se desmesura el tamaño de gritos y consignas dichos por unos pocos a que la masa sigue, enceguecida por las consignas y los gritos de la convocatoria, hábilmente confeccionada con muy pocas palabras. Ya vendrán mañana, o días después de que la pequeña o gran multitud haya recorrido su trayecto, quienes aclaren, cada cual según su conveniencia, las muchas cosas que, al parecer, además de lo que en realidad dijo, quería decir toda aquella gente que lo cierto era que quería decir tan poco y tan claro como ponía en su cartel inicial. Algo huele mal cuando un pueblo no tiene quien exprese sin necesidad de echar multitudes grandes o pequeñas a la calle, todo aquello en que la mayoría coincide y todo aquello en que sólo coinciden unos pocos, que sin embargo fingen tanta voz para parecer tantos.

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