sábado, 13 de enero de 2007

El tiempo ha desgastado cada curva de la talla del granito sobre la puerta de la vieja iglesia donde alguien muere rodeado de muchas y parece que evidentemente solícitas personas, ataviadas con ropajes holgados. Ninguna tiene expresión porque la arena, manejada por el viento, ha ido borrando los rictus de cada gesto y ahora son todos como fantasmas, y otro el moribundo, pero en una esquina del arco, abajo, a la izquierda, está la figura de un señor mayor, con gafas y aire doctoral, que lleva una especie de gorro puntiagudo, como de marinero bretón, y hopalanda. Está consultando un volumen grande, aparentemente lleno de sabiduría, tal vez con toda la de la época atrapada entre sus hojas de piedra, inmóviles, objeto de la atenta, rigurosa mirada del docto varón de la esquina, protegido por la del arco en que está encerrada la escena, nunca mejor dicho que petrificada. La guía, regordeta, aburrida, con ese tono metálico, displicente, que los guías de ambos sexos reserven para la clientela de tercera, normalmente ignara, cuenta no sé qué leyenda inspiradora de los canteros que en su día pusieron la escena a la vista del público, atrapada en su escenario, para que cada cual, ahora que las figuras, salvo esa que dije, ya son fantasmas, cada cual imagine la leyenda que más le pluga, y así se irá haciendo la historia, que, cuando reciente, se manipula, y, de lejos, se reestudio a través de textos manipulados en pro o en contra de lo que creía, defendía, enseñaba, el sin duda ilustre agonizante del cuenco del arco de la vieja iglesia y al final nosotros estudiaremos una historia deforme, como los relojes surrealistas de Dalí y todo se irá haciendo nebuloso, pero estará escrito e impondrá ese respeto de la letra impresa, que da la impresión de ser verdad lo que dice, cuando alguien se ha atrevido a dejar constancia de lo que pensaba.

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