domingo, 21 de enero de 2007

Se funde una bombilla y ya no las fabrican iguales porque ahora en cada ocasión en que las necesito son más grandes, pequeñas, anchas o estrechas, de acuerdo con las progresos de la técnica y los adelantos de la tecnología, y como la lámpara suele llevar media docena de ejemplares, en cuanto transcurre cierto tiempo parece el desfile en tiovivo de los cofrades de la hermandad, que en Semana Santa se echan a la calle y unos son altos, otros bajos, alguno chepo y muchos erguidos como tragasables u oficiales de húsares. Además como ayer era sábado, cierran muchas de las tiendas del pueblín de las que se dedican a manipular la electricidad y las grandes superficies son exclusivistas y si cambias de marca, muda el formato de la bombilla, todo referido a estas nuevas de bajo consumo y divertido diseño. Bueno, déjate de bombillas. Enciendo la tele de la habitación que mi mujer llama “de estar” y es como el cajón de los sastres, es decir, sirve para todo y después de comer suele haber un concierto de ronquidos de más jóvenes y ancianitos y de nietos variados. Enciendo la tele y dale a los anuncios, que te dan ganas de hacer solemne, firme promesa de no comprar jamás nada que anuncien en la televisión, y, si sales de los anuncios, impúdicos seres que airean sus vivencias como quien se quita las sayas o se baja los pantalones, orgulloso de lo que en mi opinión debería mantener en el arcano de su intimidad y asimismo sin embargo acaba por exhibir también, me dicen, en esos programas de que huyo por vergüenza ajena, ya que me consta que nada de lo humano me es ajeno y por lo tanto yo mismo podría incurrir en el mismo doloroso error de quienes seguramente son personas que hecha ponderación de vicios y de virtudes resultan mejores que yo. Me escapo con celeridad y tras de pasar por un partido de fútbol –griterío apasionado, canciones e insultos furiosos en las gradas y en el campo ese tedio de las técnicas y las tácticas modernas, que aherrojan la gracia alegre del antiguo fútbol lleno de goles y picardía y lo encierran en una especie de jaula en que se trata de jugar sobre el dibujo lineal del señor entrenador-, y, un poco más tarde, disfruto de una entrevista en que un señor hace juegos malabares con palabras, frases y conceptos con que construye y deconstruye hasta provocar la sonrisa al comprobar que ha impregnado la seriedad de lo que estaba diciendo con una leve ironía, matizada de un escepticismo desencantado que evita a base de seguir creyendo que es posible enamorarse hasta, como dicen que le ocurrió a Darío, de un árbol.

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