domingo, 7 de enero de 2007

Sal afuera –me digo- y barre las cenizas de la ilusión que desbarataron los Reyes Magos. Es como si compras un décimo de lotería, que, como todo el mundo sabe, no va a tocar más que a una gente desconocida que abrirá botellas de champán y de cava ante la ventanita de la tele, pero a ti y a mí nos ayudará a soñar despiertos cómo distribuiremos el importe del “gordo”. ¿por qué no se sueña nunca con ser actor secundario? ¿Por qué siempre el protagonista? ¿Por qué siempre el “gordo” y no un modesto tercer o cuarto premio que nos aliviaría de hipotecas? No nos va a tocar. Al día siguiente del sorteo, con un plumero, esparciremos desde el alféizar de la ventana las cenizas de ilusión que nos hayan quedado de aquella hoguera tan sorprendentemente luminosa ante que calentábamos la esquina más tierna –de ternura- del alma. Los Reyes Magos descargan juguetes, más o menos, según, y apagan las barbacoas de ilusión porque resulta que ahora ya tengo el juguete y no brilla como cuando lo anhelaba, y queda en un rincón para que mañana quien barra no sepa qué hacer con él. Y en cambio, alguien me ha comprado un libro usado en un mercado, que tiene hasta anotaciones de un antiguo lector de que puede haber sido cualquier cosa, incluso que haya muerto, dejándome como legado un dibujo de un avión, el perfil de una cara, el esbozo de otra. Nada de un mapa de ningún tesoro, pero sí una fecha: 1944. Echo cuentas. Por eso el avión lleva una cruz gammada en el fuselaje, producto tal vez de una germanofilia de aquel lector desconocido, o de su germanofobia y que lo estuviese pintando para luego clavarlo en la pared y lanzarle dardos. En 1944, el mundo estaba convulso y yo era estudiante de bachillerato, pero ya no me gustaba a mí mismo. ¿Alguien se gusta a sí mismo? Me refiero, claro, a la conducta en general, a lo que Priestley llamaba el hilo sutil en que consiste nuestra trayectoria vital y deja dibujado para la historia, para nuestro biógrafo, si algún día lo merecemos o para la malévola memoria propia, los desgraciados meandros de cuantas situaciones se produjeron en que no supimos conducirnos como exigía la imagen que hasta entonces habíamos considerado ideal de nosotros mismos. Los Reyes, con todo lo demás, que tanto he agradecido esta mañana, me han dejado, como a los niños tristes, un dedal de ese veneno desesperanzador que tienta de escepticismo. Tendrá algo que ver, digo yo, el singular dolor que produce enterarse de que dos personas se durmieron en dos coches en un aparcamiento y un soplido del terror reavivado los convirtió en implacable explosión, en súbito fin de su mundo. Me pregunto si en sueños, o en ese vago entresueño del insomnio, oyeron la tremenda vaciedad del estallido con que una parte de humanidad pasaba al lado oscuro de lo infrahumano.

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