lunes, 22 de enero de 2007

Hay quien se muere en un periquete, cuando menos lo espera, y otros en cambio parece que se enredan con la vida que se quitan, como los niños cuando se desvisten por primeras veces solos y se les quedan atrapados brazos y piernas en los entresijos de las mangas. Es sobre todo angustioso asistir más o menos de cerca de la muerte de uno de esos ancianos, hombre o mujer, que para esto sí que da definitivamente igual, y se sorprende y angustia de la fuerza con que se agarran a lo que les queda, apenas una hilacha, de vida, respirando apenas, con un leve quejido como testimonio de que no abandonaron todavía el umbral, les queda un grano de arena en el reloj y está como pegado al cristal por el vaho de la más desesperada esperanza, que es esa que en realidad ya no se tiene, pero el instinto mantiene y los inexistentes dedos de cuerpo y alma se entrecruzan crispados. ¡Si esta misma mañana lo ví pasar! Iba cantando, lleno de vida. Son los jóvenes los que de súbito se quedan yertos, sorprendidos. ¡Pero cómo puede ser hoy! No les ha dado tiempo a enterarse de la elección de la Dama del Alba, que es como le llamaba un ilustre paisano mío a la pálida, la inesperada, la caprichosa, que pasa como una fragata de vela, tajando, partiendo en dos la mar tersa y por ahí, a barlovento, podéis por hoy seguir con vuestras cosas, pero éste de sotavento lo he apartado ya y debe cancelar todas sus citas, que tiene una prioritaria con lo que hay del otro lado del espejo, y llegarán en tropel, de todos los sexos, razas y edades, de todas las religiones, ateos, agnósticos, de la derecha y de la izquierda, del Barcelona y del Madrid, pero ya de nadie más que del otro lado, donde la parte de la comunión de los santos que ya pasó por este hermoso valle de la vida y ahora está en el único futuro implacable que cabe suponer, pero ni siquiera imaginar

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