sábado, 26 de mayo de 2007

Se me viene al teclado, sin explicaciones, la palabra “estrafalalario”, que según el libro de las palabras quiere decir, en su primera acepción: desaliñado, y en la segunda: raro, extravagante, o sea, esto de extravagante: que se hace o dice fuera del común modo de proceder. Algo, subconscientemente, me ha parecido o resultado estrafalario desde que me bajé de la cama hasta que se apagó la silueta de reloj de arena con que el ordenador suplica se le de tiempo a recomponerse para afrontar el día, hoy, sábado, que sigue lloviendo y hay porciones de España inundadas, justo en la España seca, por donde comarcas de pan llevar, viñedos y olivos. Llega el agua al cuello de la gente espantada y dice la tele, sin embargo, que no se aprovechará más que un porcentaje de ella y que los embalses, cuando acabe esta locura, estarán, los que más, a un ochenta y tantos por ciento de su capacidad. Algo marcha mal cuando en un país tradicionalmente sediento se pierde el agua ocasional es que falta capacidad imaginativa para retener cualquiera que caiga de más en cualquier inesperado momento. A ver si los vientos son capaces de hacer como la jornada de reflexión, que cese la catarata de lluvia. La jornada de reflexión ha obrado el milagro de acallar a los más desaforados políticos y de hacer cesar la catarata de promesas incumplibles que encandilaban a los más ingenuos de nosotros, la asombrada gente de a pie.

Andarán a la greña, en cuanto escampe, los de las riberas de los ríos mayores, con los más alejados, respecto de si se puede o no trasladar el agua supuestamente sobrante en unas zonas para aliviar la necesidad de otras que en su día agotaron acuíferos subterráneos grandes y pequeños y los dejaron salinizarse tal vez con la equivocada convicción de que no era posible que ocurriera algo así. Nunca se piensa que vayan a llegar las vacas flacas, y si acaso, se espera que si llegan sea dentro de mucho, mucho tiempo. Como el timador aquél de la vieja leyenda, que habiéndose comprometido a enseñara a hablar al asno que era mascota del tirano, so pena de que si en un plazo de veinte años no lo lograse, el tirano le cortaría la cabeza. ¿Y si no aprende? –le insinuó un amigo-, y él, sonriendo, respondió: en veinte años, el tirano, el burro o yo, ¿no moriremos?

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