Por debajo del amarillo reluciente de la cádava, se atreve a ser él mismo, malva, el brezo, por la ladera inmediata al zumbido de los irritados coches que mueven el polvo seco del nordeste. Se deja caer el sol, con todas sus fuerzas, en el regazo del copiloto, lo abruma, deslumbra. Se anuncia un verano de acentuación en la esdrújula de la mudanza que viene produciéndose hace tanto en el tiempo habitual. Vienen la niebla y el calor, que los anuncia este resplandor del equívoco sol de primavera, despiadado. El perro saca la lengua temblorosa y me mira. Los perros miran con ese aire de estar preguntando porque todavía no saben hablar la lengua de los humanos, sus idiomas, la palabrería con que nos envolvemos los humanos para disfrazar lo que podemos estar pensando a la vez que decimos del tiempo y de las emisiones de diferentes clases de productos que envenenan, según unos, el único aire de que disponemos para sobrevivir. El paisano se reclina en el muro, mueve la boina para refrescar las ideas, chupa apenas de la babosa colilla que le cuelga de la comisura de la boca y opina que si no para el nordés, habrá seca en seguida. El paisano tiene la cara seca y hendida de arrugas profundas, los ojos muy azules y unos mechones canos sobre las orejas, despeinados. Arruga los ojos para escrutar el horizonte anaranjado. Se le ve conforme, de antemano, con lo que venga, porque siempre ha sido así: viene lo que ha de venir y según venga se ha de hacer. Sale su mujer, contrafigura suya en femenino, restregándose las manos húmedas en un mandil descolorido. Cuando quieras cenamos. Se miran, nos miran al perro y a mí. Si quier cenar…
La tierra, allá en el templo del horizonte, ha comulgado el sol. Nos vamos, pasito a paso, porque el perro ha de oler cada mata y marcar un territorio tal vez soñado, infinito, que es posible que recorra esta noche dormido en su rincón, que a veces se mueve y casi ladra bajito, seguro que para no despertarse
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