jueves, 10 de mayo de 2007

Huyo de los santones literarios. Me niego a aceptarlos como inapelables jueces de cuanto escribe la pobre gente que hacemos lo que podemos y a veces estamos satisfechos de iba a decir nuestro trabajo, pero no es un trabajo, es como el lento fluir de sangre de una herida o como la alegre dispersión de una fuente sin caños, que baja mojando la piedra, imitándole una piel transparente, encendiendo abajo matojos de hierba húmeda y olor a tierra mojada. El santón carraspea, le consta que se le escucha, que hay un grupo atento a su crítica, dispuesto a secundar, aplaudir, rendirse a la ingeniosidad con que va a dejar sin aliento al aprendiz de sueños que tuvo la osadía de dejarle ver uno de sus escritos, tal vez el más cuidado, aquél en que puso, el novel, más ilusión. El santón, que tiene una especie de corte de milagros que le jalea las ocurrencias, ni mira los heridos que deja a su paso. El va a lo suyo. Pone aquí y allá una ocurrencia tan gastada como su alma llena de cansancios. Repite las notas, se deleita poniendo música a una línea y dejando la otra opaca, al revés de cómo correspondería, para colocar a cada aprendiz de autor ante su paradoja. Todo cuanto se dice y se escribe, como los refranes tienen su contrario, tiene su paradoja que ridiculiza el todo de lo dicho, lo desviste de la pureza nueva, ilusionada, con que fue escrito. Los santones son como viejos sarmientos que le tapan el viento al viñedo para que no se renueve y goce en los racimos nuevos, a punto casi para la vendimia.

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