jueves, 3 de mayo de 2007

Hubo una vez un soñador sin sueños, vagabundo de palabras, a que sólo la perspectiva de una buena comida, comilona, desproporcionado banquete, sacaba del marasmo de su cubil, en que malvivía entre recuerdos, humo de tabaco barato y taberna de puerto. Pesaba sus buenos ciento cincuenta kilos y se desplazaba, en las pocas ocasiones en que lo hacía, con la poderosa lentitud con que los caracoles desprecian el tiempo. Dicen que voló una vez en sueños y decidió no despertar. Su vuelo cambió ambos mundos, el onírico, en que sólo habían contado con él hasta entonces de modo intermitente, y el suyo propio, de donde desde aquella noche se le echó en irremediable falta. Una persona que falte o que sobre en alguno de los mundos que, paralelos, coexisten, determina mudanza en las respectivas historias.

Nadie, ni los más sabios de los sabios de oriente, occidente, norte, sur o demás lugares que señalan o a que apuntan las puntas de flecha y pétalo de la rosa de los vientos, los reales y los imaginarios en que se multiplican, supieron lo que debía hacerse cuando acontecimiento como éste se produjera, ni siquiera los monjes de clausura y mudez deliberada ni los inmóviles estagiritas de las piedras tibetanas.

Es la razón que obliga a los dos mundos, uno el nuestro, a estar, como evidentemente está, loco sin remedio, disparatado, errático, y hay tanto pelafustán encumbrado y tanto sabio desdeñado, la locura de haber olvidado el sentido y los conceptos que un día contuvieron las palabras, su condena al viejo suplicio de Sísifo y esta sensación de estar y no, vivir y no vivir, de que nuestra sociedad se halle partida en dos, ella misma y su reflejo, incapaces de refundirse, que se miran con desconfianza, desde ambos lados del espejo.

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