De un tiempo a esta parte, los detectives de la novela negra se han reconvertido a un humanismo que tiene su prehistoria en Simenon, a través de Maigret, aquel comisario capaz de sufrir las vicisitudes de un catarro o de saborear cualquier bebida compartiéndola con el lector hasta extremos soprendentes. Y hay una notable distancia entre Hercules Poirot, lord Peter Wimsey, Philo Vance, Nero Wolfe y su inseparable y desvergonzado Archie Goodwin y los comisarios Brunetti, en Venecia o Rebus, peregrino por las comisarías de Edimburgo. Te haces amigo de estos personajes cuya debilidad compartes, ya que no la sagacidad profesional, porque los respectivos autores les han permitido adquirir una vida suficiente para ello. Es de agradecer que alguien te proporcione junto con el entretenimiento de la lectura la posibilidad de lograr amigos que hace que ver una novela nueva en la librería , de las que protagonizan, se parezca al feliz reencuentro con un amigo con el que de momento habías suspendido la conversación habitual, en que se entremezclan la anécdota ajena que nos podemos intercambiar y noticias de nuestro deambular por este caprichoso laberinto del sorprendente vivir en que todo cuanto ocurre se parece a veces a algo ya ocurrido, pero miras bien y es otra cosa diferente y también apasionante.
Excusado es decir que estoy enfrascado en la lectura de una novela de Ian Rankin Ya dije, creo, y si no lo hago o lo repito ahora, que siempre leo varios libros a la vez, porque no soporto –cada cual tiene sus manías- ciertas lecturas a determinadas horas o en algunos lugares. Ando por lo tanto por Edimburgo, con John Rebus y Sihoban Clarke, su sargento preferida, interesado en la aventura policíaca que se deshilacha por entre las vidas mártires de los emigrantes con o sin papeles, sus numerosos parásitos y sus hacinamientos, pero tomando contacto, a través de los sentidos del comisario, con la eficaz ayuda de su sargento femenino, con esa ciudad real, en que no estuve nunca, pero cuyas calles, los puentes y los pubs ya conozco y poco a poco incluso me entero de cuales son los desaconsejables, los peligrosos y aquellos en que merece la pena pararse a tomar una jarra de cerveza y saborearla, aunque quizá esté un poco más caliente de lo debido, con el descanso de cerrar los ojos sin pensar en nada más que el trago que se va deslizando y te deja la cabeza un si es no algodonosa y me hace más tolerante.
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