Toca de fútbol, porque es lunes y el Barcelona CF ha decidido regalar el campeonato que podría haber ganado con cierta facilidad, pero el fútbol es humano y veleidoso, tiene caprichos que exacerban su locura habitual, la danza de millones que lo disparata y entre todos cuantos intervienen en el festejo del peloto, que es redondo, como algunos tontos, para que no haya por donde cogerlo.
Se trata de otro juego, que empieza, para los niños del litoral, como yo fui y son casi todos los brasileños, luego magos del balón, pero termina en un baile inaudito de miles de millones de los euros que tanto dicen los economistas que escasean. Se paga todo, en esta patología de lo lúdico, hasta un letrero que anuncie cualquier cosa, puesto en la suela, por entre los tacos de la bota del genio de la patada rasa, la volea melancólica o el penalti infalible, pero es un juego que enciende pasiones, ansiedad y voracidad insaciable de ganar y ganar y si es posible humillar al contrario y que se muerda las uñas o dejarlo exánime en cualquier cuneta de cualquier estadio reconvertido en polígono urbanizable para que genere más miles de millones para contratar más ágiles zanquilargos o más raudos extremos patizambos, que siempre resultan los que más corren y más habilidosamente le sacan la pelota de entre los pies al torpe defensa enemigo, al que de buena gana ametrallarían las peñas más sólidas de los más energúmenos de los empecinados partidarios de ganar aunque sea, suelen poner como colofón de sus sinrazones, aunque sea de penalti injusto y pasado el último minuto de partido, que es cuando más duele al adversario.
Hace muchos años, íbamos al fútbol, los chavales, entre partido y partido de los que jugábamos en la playa entre clase y clase y a veces en vez de la clase, si nos enardecíamos, y hasta nos entusiasmábamos cuando un futbolista especialmente hábil en el equipo de la capital de la respectiva provincia. Ya no.
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