martes, 22 de mayo de 2007

Solía decir mi padre cuando las cosas parecían dejar de tener remedio que “a burro muerto, la cebada al rabo”. Eso pasa cuando se dice lo que se dice, sobre todo cuando se escribe y escrito queda, como suelen decir mis paisanos “para ciento y un días”, es decir, hasta que alguien rompe el papel, como dicen que hizo Alejandro cuando le propusieron el nudo gordiano, que él fue y lo cortó con un tajo de su espada impaciente. No es que seamos impacientes, sino que nos sabemos efímeros y por eso echamos a correr y solemos estar fatigados, cuando llega la ocasión, y no atinamos a coger a la fortuna, cuando pasa, por el único pelo que dicen que tiene. Se hacen las cosas que no nos gustaría haber hecho y ahí están, esculpidas en la memoria, indelebles, o mejor dicho, implacables. Y cuando nos llega cualquier clase de éxito, nos tocan levemente en el hombro y nos recuerdan que también forma parte de nuestra trayectoria vital, en definitiva la estructura real de nuestra personalidad, que es la que se conforma por medio del historial completo de nuestra conducta, sin ocultar nada, visible toda, como únicamente nos vemos nosotros mismos cada vez que nos reencontramos en el silencio de la soledad que es esa intimidad personal que como una playa está siempre al borde del sueño, imagen de la mar, cada noche más frágil, pero más ancho y más hondo.

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