viernes, 11 de mayo de 2007

Me gustan los soldaditos de plomo. Verlos todos formados con sus casacas rojas o sus uniformes blancos, azules y sus inútiles fusiles macizos, sin balas, trasmutados en adorno de habitación de batallas incruentas. Me gusta verlos mezclados, definitivamente amigos, entre los cristales de la vitrina, dóciles, como siempre, a la disciplina, sometidos a lo que Kipling llamaría el espíritu del regimiento. Puedo pasarme un largo rato durante que la imaginación recuerda sin sonido las marchas militares de las paradas y los soldaditos de plomo parece que van a echar a correr, para, firmes, a cubrirse, de frente sobre el hombro, iniciar el desfile, la parte gloriosa del uniforme, alrededor de la bandera, cantándole himnos que hablan de la posibilidad de morir heroicamente, pero mejor que no, mejor que continúe el desfile airoso, marcial, “ya vienen los claros clarines”, decía Rubén Darío con entusiasmo, y se les “veía” pasar, con los ojos en parte de la memoria, en parte de la imaginación, con los metales relucientes, bruñidos y los correajes recién embetunados para la ocasión. Me entusiasma el desfile posible, pero hay en un rincón los que figuran volver de una batalla perdida, tal vez una guerra perdida, que es todavía peor, y sabe de pronto la boca a una mezcla de cobre y ceniza, como si las palabras de cada canción se hubieran quemado en una hoguera y no quedase nada que decir. Tentado estoy de ocultar este resto del ejército de Napoleón que vuelve de Rusia o quizá de Waterloo, camino de la paz que como el horizonte, cada vez que la humanidad se le acerca, resulta estar, como el principio del arco iris o su final, siempre un poco más allá.

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