lunes, 21 de mayo de 2007

A medida que llueve, al río se le entinta el agua, ahora, después de dos días, cuarenta y ocho horas de incesante sirimiri, orvallo, calabobos, un furioso torrente ocre de que huyen los patos del río, se esconden las truchas y desaparecen las nutrias. Un río, éste, sin reflejos, de algún modo amenazador. Las palomas que veo no llevan escamujos. No hay por lo tanto indicios de que vaya a parar de llover, quizá enojadas las nubes por tanta garrulería como no tienen más remedio que oír, ya que la gente desdeña tanta vana promesa como le están haciendo los sitiadores y los sitiados de cada poder establecido en cada rincón geopolítico de la cansada piel de esta tierra nuestra de nuestros pecados y nuestras virtudes. Suben las palabras, golpean la paciencia de la nube, la ennegrecen y caen bolas de granizo como bolas de billar, según enseñaban ayer en la tele unos desolados vecinos de la meseta. Nunca nadie había visto cosa igual, dijeron. Y sin embargo, en otra página del periódico, un señor asegura que eso del cambio climático es una filfa y que las temperaturas, en un siglo, no han llegado a cambiar en un grado. Habla de setenta centígrados. Debe ser en su casa, protegido por aclimatadotes diversos, porque en mis veranos he advertido y sufrido agobios, nieblas y humedades que antes no había o no eran tan notables, y los inviernos son distintos, y abajo, en el jardín, este año llegaron a insinuar las plantas florecimientos enloquecidos, fuera de época, sentido y razón. Voy a presentar un papel a la administración y con muy buenos modos se me informa de que tiene que ser por cuadruplicado ejemplar, autoliquidado y pagando por delante. Había estudiado yo, hace muchos, ay, por desgracia muchísimos años, que la administración se inventó, construyó y organizó para ayudar a los ciudadanos a realizar la multitud de actos jurídicamente trascendentes que ha de realizar cada día para vivir. Poco a poco se ha ido convirtiendo en un laberinto, cada vez dotado de personal más cortés, todo hay que decirlo, pero que te encierra, como hacía Kafka con sus personajes, en laberínticos despropósitos cada vez más intrincados, que originan resmas de papel continente de una abigarrada descripción de tus vicisitudes, tan sencillas como decirle al señor alcalde que tienes estropeado un canalón, que vierte el agua a la calle y te gustaría repararlo. Hasta te deberían premiar por hacerlo. Pues no. Has de pagar y por adelantado a se inicie el estudio de si debe o no concedérsete el anhelado permiso de obra. Y eso estos días, cuando te cruzas con cualquiera de los candidatos por la calle, te sonríe abiertamente, te invita con la mirada a que lo prefieras y si te descuidas hasta te da la mano y un folleto en que te describe el futuro paradisíaco del entorno habitual para cuando hayan concluido de hacer las maravillas que se le han ocurrido así, sin más, de repente, después de tantos años de sequía intelectual.

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