domingo, 27 de mayo de 2007

Votar, correr el riesgo, sumergirse en la vorágine del río de votantes que pasa, cada uno con su motivación particular, por afinidad o su contrario -¿cuál es el antónimo correcto de la afinidad?-, por creer o no en las abundantes promesas hechas en vacío por tantos candidatos, algunos fiados en que como no van a salir ¿qué más les da prometer? Y en cuanto vote habré perdido ese mínimo infinitesimal de poder que supone mi aportación a la integración de la voluntad de la masa. Mi número de identidad habrá pasado a ser un insignificante gránulo en el silo de ganadores o perdedores, uno entre nos sé cuantos mil. Cuando éramos estudiantes y llevábamos con nosotros, como quien lleva un zurrón, las ilusiones intactas de cambiar el mundo, recuerdo aquel compañero que sostenía que valía más, se era mucho más importante integrado en la minoría. En un bosque pequeño es más fácil identificar cada árbol que en uno grande. ¿Es importante que se te pueda identificar? Leo en alguna parte la opinión de que es importante integrarse hasta tal punto en el equipo, en la caravana, entre los peregrinos, que tu voz no pueda separarse de las del grupo cuando la canción se entone. Como en la vieja taberna del puerto, que ya no existe, pero me acuerdo que a última hora de la tarde, a esa hora de las nostalgias y de las confidencias de que siempre acabas arrepentido, se reunía un grupo de marineros si no jubilados a punto, que entonaban a dos voces, sin previo acuerdo ni ensayo, la misma habanera, una pieza sin más voz que las de los dos conjuntos, el alto y el bajo, asociados hasta herir al oyente en ese punto en que alma y cuerpo tienen su provisional costura de unión, es decir, de vida. Hoy se celebran unas elecciones. Hace muchos, muchos años, cuando yo era un niño muy niño, a mi alrededor todo el mundo susurraba que tenían que votar. Me acuerdo que pensé, con la dulce y cómica ignorancia de la inocencia, que votar tenía que ver con dejarse caer de culo al suelo y botar como una pelota.

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