sábado, 19 de mayo de 2007

Estoy muy abajo, según se mira el mapa en la pared del fondo de la escuela que recuerdo, en la provincia andaluza de Jaén, tierra de olivos. Miguel Hernández hizo un canto de los olivareros andaluces de Jaén que está en todas las memorias. Miguel Hernández forma parte de la pleyade, la generación de poetas cuya sensibilidad excepcional como tales resultó herida por todo aquello que pasó cuando en 1936 casi media España se enfrentó a casi la otra media, con las piernas enterradas hasta la rodilla y garrotes en manos de los contendientes. Los olivos siguen ahí. Alguien me dice que hay sesenta millones de olivos y que esta provincia de Jaén produce ella sola tanto aceite como toda Italia. No sé si es verdad o no. Lo creo en cuanto miro, desde el adarve del castillo, la multitud de olivos que hay alrededor. Hay mucho y buen aceite, y, como consecuencia, unas exquisitas fritangas que perjudicarán la curva de mi dilatado estómago, ¡qué churros!, les llaman tejeringos y parece que fuesen de espuma. Los pueblos se ajustan a la forma de la tierra, cubren, como una marea, las laderas de los cerros. Son pueblos blancos. Hay en un despacho un cuadro de Zabaleta, que insiste en pintar hermosos paisajes, animales expresivos, pero gente deteriorada, arrugada, se adivina que sufridora con desafiante resignación. Los pueblos, insisto en que radicalmente blancos, no tienen más adornos que las deslumbrantes flores de las rejas y de los balcones, de las esquinas. Por los bordes de la carretera, estrecha, malhumorada, por que traquetea el autobús, languidecen exhaustas unas pitas rodeadas de amapolas. Es como si las pitas sangrasen amapolas. ¿Os habéis fijado en que la amapola es una flor indómita? Tomas una en la mano, atraído por su insultante rojo y todavía no la has remirado cuando languidece y muere, se convierte en papel ajado como un suspiro. Ahí al lado, me dicen que nace nada menos que el Guadalquivir, que a la chita callando se convierte en río y se va, Andalucía adelante, camino de retratar nada menos que a Sevilla. Mira –me dicen-, ése es. Casi no lo creo. Me están enseñando un arroyuelo cantarín y transparente. Queda un residuo de brisa que trae olor a hierbabuena.

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