viernes, 7 de diciembre de 2007

Dejo de ver a un amigo y entra en el espacio sin tiempo de la memoria, sea porque murió o porque la vida es así y tus amigos dejan de estar, se van, y, sin dejar de serlo, pasan al capítulo de los recuerdos, que está en el ático o en el sótano, almacenado hasta que un día, a veces, vuelve y se reanuda la conversación donde la dejamos, que en eso se advierte que somos lo que fuimos, sin solución de continuidad, ya que el tiempo, cualquier cosa que sea, es susceptible de empalmes como los de las viejas películas de celuloide. La memoria sabe que el tiempo no es más que una paradoja y por eso lo que en ella se almacena y estiba no cambia. El recuerdo de alguien a quien se apreció queda on el mismo aspecto que tenía el día que dejamos de vernos, con la última palabra recién dicha, el último gesto. Sólo un reencuentro puede mudar el aspecto de la figura o la forma que se recuerda. Ocurre a veces, sin embargo, que, con la malintencionada ayuda de la imaginación, piensas, ahora mismo me ocurre, cómo será en este preciso momento el aspecto de una persona determinada. Sales de casa, te reencuentro. Demos un paseo, ahora pasito a paso, deleitándonos en cada palabra que callemos. Las palabras calladas son como sabios dormidos. Cuando vuelves, ya solo, sobre ellas, las dices como no habrías sido capaz si las hubieses dicho en su momento. Irrepetible. Por eso es tan hermoso el sonido del silencio, que es como un siseo de la luz.

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