miércoles, 5 de diciembre de 2007

Voy, cada día, atravesando el paisaje y pegado al borde del acantilado de la locura o de la muerte, porque ¿quién puede asegurar que la infinidad de mecanismos en que consisto va a seguir funcionando durante las veinticuatro horas de este día? Y si cualquiera de estos resortes fallase y desapareciera, aún permanecería ¿por cuánto tiempo?, mi recuerdo, que iría borrándose con mucha mayor rapidez de lo que imagino, hasta que ni el más mínimo vestigio quede, como si yo no hubiese ocurrido, salvo alguna palabra escrita que alguien pueda leer, tal vez una página que haya escrito y olvidado, pero se conserve porque formó parte de una carta enviada, o del burujo tirado a la basura y recobrado por el viento, salvado por el viento. Lo más íntimo y último de lo que soy, debo creer, insisto en creer que para entonces se hallará en un lugar de tinieblas o en un lugar de luz, de sufrimiento o de gozo. Sin que importe que ahora mismo no sea capaz ni de entenderlo ni de imaginarlo. El vacío, que es mediocridad, aburrimiento, sufrir por pequeñas cosas, y, como advertía Séneca, por lo que todavía no ha ocurrido y puede que ni ocurra nunca, no disfrutar por miedo a que algo o alguien te arrebate la alegría inmensa que debería estar experimentando por el mero hecho de haber tenido la oportunidad de vivir y en efecto, estar vivos, sintiendo, razonando, estremecidos de gozo por el disfrute de un color, una razonamiento, la combinación de unos sonidos, todo eso quedará ahí, lo hará desaparecer el coletazo del tiempo que derriba al sol, esa inmensa bola de fuego, cada tarde, entre una conmoción de colores.

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