Tenía razón Séneca cuando dijo que el mal imaginario puede ser, además, mayor que el posible real, puesto que la imaginación puede incluso salirse de la realidad e invadir el ilimitado campo de la fantasía. Cuesta a la razón humana ir demasiado lejos de lo que fueron capaces de alcanzar los filósofos griegos, al parecer beneficiarios de la sabiduría oriental. Una y otra vez, nuestros filósofos más inspirados, se vuelven al arroyo inicial, donde están las fuentes de su río, en busca de agua clara con que lavar su pensamiento, a veces tan intrincado y retorcido sobre sí mismo que parece decir lo que dice y su contrario, no de modo alternativo, que evidenciaría duda, sino a la vez, que acredita audacia contradictoria, es decir, necesidad de un espacio de silencio y reflexión, para arriesgarse a decidir, so pena de ambigüedad desconcertante para los discípulos habituales y los oyentes ocasionales.
Me da, por cierto, la impresión, de que estamos, nuestra sociedad en construcción, urgentemente necesitados de filósofos que decidan profundizar en los problemas de la la gente, las personas, de un tiempo como éste, tan evidentemente cogido en el torbellino del cambio. Cada generación ha de armonizar lo viejo, o, si preferís, lo antiguo, con lo nuevo, pero es que esta generación se ha visto sorprendida por la rapidez de los cambios, la aceleración inaudita e insólita de la torrentera del tiempo, y, como consecuencia, la prisa con que ha de procederse a seleccionar de lo antiguo y preferir de lo nuevo. Los humanos no disponen del tiempo indispensable para prepararse y actúan gobernados y representados por frívolos insuficientes, que deciden con escaso criterio. Hacen falta filósofos. Y estudiosos que los traduzcan para el pueblo. Personas en ambos casos imaginativas, capaces de soñar con los pies asentados en la tierra.
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