domingo, 9 de diciembre de 2007

Un libro entre las manos. El libro tiene una determinada textura. Responde al tacto, ofrece a este sentido la suavidad de la encuadernación, una cierta aspereza del papel que contiene la aventura. El libro huele, también, una mezcla de tinta, cola y no sé qué ingredientes más, que lo identifican para el olfato. Lo manoseo, lo huelo. Presiento que podría ser interesante, proporcionarme ese deleite inimitable e incomparable que pueden y deberían proporcionar siempre los libros. Decía ayer, sin embargo, que “siempre” es una palabra vana, inconsistente por incomprensible. Yo no puedo imaginar la siempritud, y, desde luego, los libros no son más que a veces, esto que digo que debrían ser. Pero éste en concreto, sí. Este creo yo que me enfrascará. Sí que es una palabra expresiva y comprensible, a diferencia de lo que pasa siempre con “siempre”. “Enfrascarse”. Meterse en una redoma, una cápsula, una burbuja, solos el autor y yo, a dialogar. Fintas verbales trasmitidas por escrito para poder volver sobre ellas, examinarlas, reemprender el hilo de la narración donde ese grito inoportuno, una llamada por teléfono, lo habían interrumpido, pero cabe regresar al principio de la frase, de la página, del capítulo y recomponer el regusto que va proporcionando una buena lectura hasta llevarte consigo a su mundo, siquiera sea lo que dure el libro. Tampoco hay, de este lado al menos, que se conozcan, libros interminables. Al dejarlos se siente, yo al menos, en ocasiones, el impulso de acariciar la tapa de la encuadernación, dar una palmada en el lomo del libro y agradecerle este tramo de camino que hicimos juntos en la nave espacial de la lectura, cómplices.

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