Insisto en hurgar en el espíritu agridulce de la Navidad. Durante que el mundo sigue siendo como es, pero es diferente, a pesar incluso de la mala baba de algunas tristezas, que desembocan en la distorsión. Desprecio, odio, llegan a decir algunos, la Navidad, por lo que tiene de untuoso, hipócrita, débil. Callan la sorprendente noticia de que este nacimiento de un niño, tantos como nacen al cabo de cada veinticuatro horas a lo ancho del mundo, pero éste en concreto haya provocado treguas, apaciguamientos, amor, alegría y dolor durante más de dos mil años, un aniversario tras otro, mientras cosas, personas y conceptos se rectifican y se olvidan. Creo que aunque la Navidad hubiera sido mentira, leyenda, fantasía, excusa o sólo palabra, aún entonces seguiría siendo un milagro, un misterio, una expresión de la vocación natural de toda persona, que es considerar que el amor s base, fundamento y último y primer fundamento y destino de todo lo concebible.
Agridulce porque nos reúne, a los más íntimos, queridos que pueden juntarse esa noche a compartirla y con la alegría del escaso tiempo que dura, se mezcla la nostalgia de muchos que estuvieron y ya no, que cada cual dejó su hueco, pero no es bueno dedicarles una lágrima, que debe retenerse, para que los nuevos, los más pequeños, construyan el subconsciente de sus navidades futuras, cuando tampoco estemos los mayores, para os que cualquiera es probable ya que sea la última y por eso una pizca más entrañable.
Disfruto con un CD que he hallado y que contiene villancicos cantados a ritmo de jazz. Lo estoy escuchando ahora mismo, mientras escribo mi anotación de hoy del libro de bitácora, a punto de buscar el astrolabio para situarme en el mapa de diciembre, en la esquina en que desde hace horas los días han empezado a crecer, camino, muy lejos aún, de la noche del señor san Juan, navegando de bolina hacia lo desconocido.
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