sábado, 29 de diciembre de 2007

Se advierte que es tiempo de inventario –salvando la paradoja de que el comercio minorista esté en ebullición, con la proximidad de la Epifanía, que es tiempo de regalos y todo el mundo haga evidentes esfuerzos por dar algo a los más queridos o más cercanos-, se reúne el personal de las empresas a comer o cenar y se anuncian ya unos resultados provisionales, que llenan de regocijo o de temor, casi todo el mundo considera el año vencido y lo que nos queda hilachas sin importancia. Son días, sin embargo, enteros y verdaderos, durante que el periódico te cuenta como siguen la vida y la muerte sus respectivos caminos, con la también respectiva trascendencia. Luego estos días, aparentemente de relleno, aparentemente sobrantes, son como los demás, llenos de las mismas posibilidades que los otros del año.

Nos parece, durante esos años que van desde más o menos los treinta hasta los sesenta y cinco, si ha habido suerte y no ocurrieron enfermedades, ni súbitas desgracias inesperadas, que somos inmortales, una especie de maduros espectadores del gran teatro del mundo, ajenos a las vicisitudes de los personajes que pueblan su escenario. Parece que hay tiempo de dejar para mañana lo que se pueda hacer, y, vulnerando el consejo del refrán, me acuerdo de muchas de las ocasiones en que me divertí pensando que no debe hacerse hoy nada de lo que se pueda dejar para mañana. Como lo de cambiar de vida, que suele proyectarse cada final de año, en días como éstos. Leo a Chesterton y me sorprende que con frecuencia son aplicables sus críticas a nuestros pesares. Al principio de “Herejes, que acaba de editar Acantilado, una empresa que nos está haciendo el favor inmenso de recuperer textos semiolvidados, pero admirables y en muchos casos, además, útiles, viene a decir que hubo un tiempo, ya para él antiguo, en que movía a los hombres acercarse al arquetipo de bondad, luego sustituido por unos vagos conceptos como el de progreso y libertad, que, despojados de unos principios éticos, no conducen a parte alguna. Asusta constatar que hay quien en nombre de la libertad mantiene secuestrados y prisioneros a unos supuestos rehenes durante más de cinco años, es decir, más de mil quinientos días, cada uno de veinticuatro horas de angustia, de ominosa ansiedad, de agobio, de privación de libertad.

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