La escena está inundada de luz, desbordante de sonidos más o menos articulados, que, en el fondo, muy en el fondo, conservan el melisma reiterado de un villancico tradicional, pululan personajes evidentemente aquejados de patologías diversas. ¡Nosotros –gritan- somos normales, somos gente, somos especie humana. Vosotros sois una progresiva degeneración de lo que todos fuimos!
Hay un Niño nacido en un establo, le llaman portal, el portal de Belén, tierra de pan llevar, de escanda y harina
No hay nada –repiten- en el baúl del ayer; no viene nada –insisten- del futuro profundo. Nosotros –aseguran- somos la gente.
Hay grupos, copos de ateridos humanos, que se apiñan en los rincones del aire, los remansos donde muere el agua viva. Tal vez ellos sean, y nosotros hayamos muerto, con el futuro, en el ocaso del verano, su última puesta de sol.
Hay un Niño, recién nacido.
Viene a hablar del amor, por eso, lo condenaremos a muerte, lo martirizaremos, lo mataremos, pero él, tras de insistir en pedir para nosotros el perdón de los ignorantes –no saben lo que hacen-, resucitará para insistir
No es cierto –insisten- ni resucitó ni existe. No hay nada más que esto que somos un instante.
Viene a hablar de amor. El amor trasciende el tiempo y el espacio. O hay amor o no seremos más que sombras, patologías diversas, de un hermoso sueño irrealizable, abortado entre la nada y la luz.
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