En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
sábado, 8 de diciembre de 2007
Tradiciones que parecen de siempre no tienen más que dos siglos y pico de antigüedad, como poner el belén, y otras todavía menos, como las fiestas tradicionales de esta villa en que habito, que datan de principios del siglo pasado. Parecen de siempre. Por eso repito que hay palabras, como la palabra “siempre”, que contienen conceptos excesivos. No hay nada en este mundo, en este lado del espejo, a que puedan aplicarse los dos adverbios “siempre” o “nunca”. Todo es temporal, de tejas abajo. Y sin embargo, insisten los enamorados en asegurar que se querrán “siempre” y en que no se olvidarán “nunca”, y los cuentos con final feliz insisten en que los protagonistas, transcurrida su aventura, fueron felices para “siempre”. O harán referencia a los límites de la posibilidad. Siempre o nunca, abarcarían un espacio limitado por el nacimiento y la muerte, al norte y al sur, y por nuestros alcances y conocimientos, al este y al oeste. Que deben ser anchos para ese señor que dice el periódico que se le calcula una fortuna de veinte mil millones de euros. Si tuviese veinte hijos, todos heredarían un millón. Dice la gente que lo difícil es ganar el primer millón. No añade de qué, y los gobernantes de los pueblos, cuando demasiados se acercan, dan un golpe a la máquina de hacer monedas, deprecian la existente ola sustituyen por otra mucho más cara. Y se vuelven a quedar los ricos en pocos, para que haya muchos pobres y los ricos puedan salvarse, como decía la anciana señora, que la muy cínica aconsejaba que no les diesen mucho a los pobres, no fueran a acabarse y a quién iban a dar los ricos, con la debida mesura, para redimir sus culpas.
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