En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
domingo, 16 de diciembre de 2007
Dile que … y ya estás agarrado al telefonino, que dicen los italianos, y, afanoso, marcando números y cazando a tu víctima, según pasa, que y hay quien guarda celosamente el número de su artilugio para que no le sirva más que para llamar él, el muy cuco, y que no le molesten, en cambio, ni lo cacen al paso, como pieza al rececho. Hace gracia ahora leer los viejos libros de hace un siglo, nada más que un siglo, cuando había que andarse con billetitos escritos aprisa y corriendo: mozo, tráigame recado de escribir, y había que buscar un mensajero, y en París habían inventado y puesto en marcha un sistema neumático de mandar los mensajes en una burbuja de celuloide, a través de un tubo casi mágico, según decían. Va ahora por la calle cada quisque con su maquinita, hablando sólo: mira, te mando una foto –el telefonino las hace-, para que veas cómo es en realidad el gran canal de Venecia. Con tu cara pegadita a la de la veneciana morena, engañosamente delgada –que todos sabemos cómo engordan después las latinas, pasada la primera barrera de los treinta y cinco años, donde empieza la dulce madurez de las palabras dulces-, morena, con perfil de moneda y mármol. Lo usan –tercos- los conductores de los coche, a pesar de las multas y de los puntos que te quitan por eso y por dar alcohol en sangre y sueño, a la vez: tenga en cuenta, señor guardia, que es que tomo un medicamento que “da” como alcohol. Ya, ya, pero sople. Y soplas y apártese ahí hasta que se le pasen, primero la pea y después el susto de quedarse sin puntos ni carné para una temporada, para que medite que sic transit gloria mundi y mejor es un coche menos que un muerto más en la carretera, ahora que va a ser Navidad, y cambiará el año y debajo del muérdago, justo cuando estén sonando las campanadas de las doce de la noche de san Silvestre, podrás darle un beso a la moza que lleves o que te lleve ese día, esa noche del tránsito del año viejo, que se va arrimado al zócalo, como disimulando sus achaques y cae por la chimenea, todo pintarrajeado de hollín y untado de la grasa de la esperanza el año impoluto, transparente que sería, sin el hollín de los malos pensamientos, que, con los buenos y a la vez, se desgajan de un beso consentido bajo el muérdago, que es planta sin hogar, con sangre de liga para cazar pájarinos silvestres, que se mueren de pena como los besos cuando se acaban, que es como si naciera la tristeza o cayese de golpe una nocheclara de luzdeluna, todo junto a posta lo de noche y lo de clara y lo de luz y lo de luna, para que sean más como yo las sueño ahora mismo, mientras escribo y aún no es ni siquiera la víspera, que es lo mejor de cada fiesta, pero casi.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario