Cuesta entender muchas de las cosas que al final descubre cada neurona cansada y te cuenta hábil como un cuenta cuentos, un narrador, María, la vieja cocinera de mi casa de niño. Llega sin embargo ese ritmo lento de las horas de vejez, durante que se reflexiona sin prisa y se entiende sin esfuerzo aparente cada cómo y cada por qué desesperantemente en su día incomprensibles.
Debe ser un adelanto de la quietud definitiva de la eternidad, que es ya como un cuadro colgado sólo en la pared de la estancia, donde, con el tiempo quieto, se entiende por fin la dinámica de la vida, ese prodigio de la convivencia a la vez imposible e inevitable.
Me detengo en el museo –uno que es la suma ya inextricable de todos los recorridos en diferentes ciudades, circunstancias y estados de ánimo-, ante un cuadro concreto. Voy siguiendo los datos, los detalles, los símbolos que sin querer ha dejado el autor completando la verdadera historia de unos protagonistas situados donde la mirada del visitante se ha de detener primero y a donde ha de ir volviendo a medida que un dato se acumula al anterior y los retratados, modelos casuales o mecenas o tal vez clientes, ya han dejado de serlo y son hombres y mujeres contando una historia petrificada a golpe o caricia de pincel, espátula o dedada que difuminó la dureza de un escorzo.
Me pasa con las fotografías del rimero de álbumes, con las dispersas por las paredes y estanterías.
Me recuento, y ahora comprendo un poco mejor, mi propia aventura, compuesta, como la trilogía de Torrente Ballester, de “gozos y sombras”, como todas, tan parecidas y tan diferentes.
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