En el caserón de San Bernardo estábamos la Facultad de Derecho ocupando el segundo piso, y, en el primero, los de la de Económicas. Teníamos clases desde las nueve de la mañana hasta las dos y media de la tarde. La calefacción, de aire caliente que salía por unos enrejillados de la parte baja de las paredes, apenas funcionaba a trancas y barrancas. Nuestro bedel se llamaba Arsenio, y en cuanto nos fue conociendo, hizo, como otros con otros estudiantes, su clientela. Nos recogía las papeletas con las notas de los exámenes y le dejábamos dinero y fotos para que nos matriculase cada curso sucesivo. Arsenio era un factótum eficaz. Nos daba el carnet de la Facultad y el del SEU, y ahora no los perdáis, que es un lío para los exámenes. Además, hay museos en que con el carnet os dejarán entrar gratis. Aquel primer año 1946, nos dijeron que nos habíamos matriculado en Derecho dos mil alumnos. No cabíamos en ningún aula, pero poco a poco, ya en ese primer curso, empezó a disminuir el número de asistentes a clase. Y ya a partir de segundo, no pasaríamos de ciento y pico los habituales y empezamos a tener clases prácticas por la tarde y seminarios a última hora. Estábamos en el camino.
Y al final del primer trimestre de segundo, casi Navidad de 1947, ya aclimatado en aquella pensión en que la primera noche habían estado a punto de comérseme las chinches, luego dominadas y exterminadas a golpe de soplete, tuve que decidir si irme o no a la Residencia, en que habían terminado las obras o por lo menos había quedado una plaza vacante, que me ofrecían.
Me pregunto lo que habría ocurrido si decidiese quedarme en lo que se había convertido en mi hábitat natural, integrado como estaba en mi familiar pandilla de “estables”.
Decidí irme con todos los bártulos al equivalente, pero no todavía Colegio Mayor Moncloa, en mis tiempos Residencia de Estudiantes de la Moncloa, de la avenida de la Moncloa números tres, cuatro y pi. El pi era un chalet que estaba echado hacia atrás respecto del tres, a su vez enfrente del cuatro, y, ni tres ni cuatro, más que tres y menos que cuatro, era lógico que fuese el número pi: tres, catorce, etcétera. Me tocó mi primera habitación en el cuatro, junto a la parte alta de lo que entonces era Estadio Metropolitano, del Atlético de Madrid y desde las habitaciones de la fachada norte veíamos los partidos gratis, cada segundo domingo, salvo una pequeña franja de un lateral. Durante la semana, en el Estadio, se celebraban y bajábamos a veces a ver carreras de galgos, pero nosotros, estudiantes siempre escasos de numerario, no apostábamos. Yo por lo menos no recuerdo haberlo hecho nunca. Me daban entonces, para mis gastos personales, cinco duros los domingos, a través del bueno de Emilio, el paciente Secretario de la Residencia cuyo Tesorero era Pepe Vioque y ejercía de equivalente de párroco Raimundo Panniker, bajo la dirección de Pepe Grinda. Había desembarcado en otro mundo desconocido. Tenía 18 años y por si no lo dije hasta ahora, una vocación literaria, tal vez derivada de mi condición de lector empedernido, que se fue ahogando, amansando, domando, con el tiempo, pero sin ceder nunca, hasta ahora mismo, cuando la vida se convierte en recuerdo cada vez más difuminado. En mis tiempos, una vocación artística de cualquier tipo, se desdeñaba por el entorno académico y familiar como de segundo y poco menos que despreciable orden. Tu estudia, te decían, hazte un hombre de provecho y luego, si tienes tiempo, podrás dedicarte a esas “aficiones”. Estaba tratando de hacerme un “hombre de provecho”. -
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