Veranillo septembrino, otoño atrasado, témporas que prevén otoño suave, nordés para alivio de la salsa de sudor que nos empapa, a mí por lo menos, que sudo como un gochu. Allá de niño, a un primo mío le hizo un día mucha gracia la orden terminante e irrecurrible que recibí de mi padre mientras jugábamos con el ardor propio de aquella edad: ¡Román! ¡No sudes!
Coño –dijo mi primo- podría mandarte que no jugases, que te estuvieses quieto, pero cómo ibas a hacer para jugar y no sudar.
Sol de otoño, un poco caído, como reclinado. Cae, leo en el periódico, un satélite artificial de cinco toneladas y media y el tamaño de un autobús. Como para esperarlo mirando al cielo. Leo que se debería hacer pedazos, al rozar con el aire y todavía me parece peor, porque malo sería que te cayera un alsa encima –en mi pueblo los autobuses se llaman alsa, de siempre, desde que fundaron la compañía, antes de la guerra-, pero así, dispersa la munición como los perdigones de una escopeta de caza, si te da un asiento ya tienes bastante, y con un volantazo sería suficiente, digo yo, para quitarnos a cualquiera de preocupaciones. Imaginaos la cantidad de piezas en que puede romperse un alsa en caída libre. Cada pieza una posibilidad de que te borren del registro civil y de los padrones de contribuyentes.
Sigue yendo gente osada a la playa, que el agua ya puede congelarte, a poco que te demores en ella, incluso las partes pudendas, y como consecuencia, prohíben que vayan los perros. ¡Con lo que disfrutan! Pero hombre, habría que decirle al edil del ramo, si acabó la temporada y al fin y al cabo es más fácil enterrar la mierda de can en la arena que agacharse y cosecharla con la bolsita.
El perro te mira, tira por ti. No comprende la estupidez humana de recoger sus desechos, cuando, ahora que es otoño, vendrá cualquier día la lluvia y por otra parte alguien ha anunciado que ha dicho el alcalde que saldrá casi a diario ahora la manga riega, “que aquí no llega” –provocábamos al regante los nenos de mi barrio-, “si “llegaría”, me mojaría”. El regante, profiriendo la sarta de improperios correspondiente, hacía toda clase de esfuerzos para mojarnos. Tentado estoy, aunque no sea más que para reverdecer laureles, de salir a la del alba a gritarle al regante de ahora. Lo único que no me iba a dar el resuello para escapar a las consecuencias.
Mejor verlo desde la ventana. Las ventanas, que hasta hace poco yo ni las veía, siempre enfrascado en las quisicosas del sobrevivir, son un excelente mirador sobre lo realmente importante, que es la vida, compuesta, además de la gente, por las nubes que pasan, los animales que se buscan vida y pitanza –he puesto unos cuencos con alpiste y bajan los gorriones a picotear entusiasmados-, los patos del río, divididos en tribus, que, de pronto, se rompen y entremezclan y una oca se pone a retozar con un porrón o uno venido de nadie sabe dónde, pero diferente, ha conquistado a una patita blanca, con aspecto ingenuo y núbil. Ves cómo se impacienta la gente en el semáforo, piafa, se mueve, se rasca, entabla conversación con el vecino de acera.
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