lunes, 12 de septiembre de 2011

En casa de la tía Pepa, la mujer de ojos más azules, piel más blanca, que mejor sabía mecer el abanico, del mundo conocido, nos sorprendió el vendaval de la guerra civil. Cuando estalla una guerra, como un tifón, un huracán, de pronto, todo es guerra, se respira, se mastica, se vive, se sufre. Todo cuanto ocurre, pasa en función de la guerra. El miedo, la ira.

La guerra, para mí, son los milicianos que iban en camiones a detener a las tropas de Franco, que venían de Galicia, arrollando. Silbar de balas y crepitar de armas automáticas por encima de nuestras cabezas, en el hondón del pueblo, enfrentadas las tropas desde uno y otro monte que cierran la mínima desembocadura de torrentera que somos, “hay en un tajo de la roca viva …”, decía Cienfuegos para describirla, un capitán que pasó como enloquecido por la calle vacía: “¡abran puertas y ventanas! ¡pongan colgaduras blancas!”, Olavarrieta abajo, entraban en la plaza muchos soldados vestidos de negro y azul. En las aceras del puente, alineadas, ominosas, ametralladoras dormidas. De las escaleras del Parque, un balazo había arrancado una esquirla y la gente se arremolinaba hechizada a mirar. Volaron –decían- el puente de Canero.

Antes, había habido elecciones, de que lo único que yo interpretaba era que mis padres tenían miedo a ir a votar, de modo que llegué a la conclusión de que lo que tenían era que botar de culo en un misterioso lugar lleno de peligros. No lo sabía yo, pero José Antonio Primo de Rivera había dicho ya lo de que el mejor destino de las urnas era romperlas. ¡Qué sabía yo lo que era una urna!

Nos formaban, los niños, con nuestros uniformes y los fusiles de madera, cascos de cartón y gastadores con puñetas blancas, para ir a misa delante de la formación de soldados. Hubo misas de campaña, en el Parque. Redoble de tambores, alaridos de trompetas. Traían, del frente, al hospital, camiones de soldados muertos y heridos, mezclados, y yo estaba en el jardín del Hospital, ahora de sangre y campaña, cogido, asustado, de la mano del abuelo. No se podía superar El Escamplero, ¿qué sería eso del Escamplero? Contaban y no acababan de atrocidades cometidas por los malos. Entonces llegaron los moros.

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