Nos fuimos, como los caracoles, cuando tendría yo seis años o siete, a vivir unas casas más allá, más al principio de la calle, del mismo lado, frente a la otra plaza, que aquella le llamaban la del Maíz, y a ésta la de la Fruta, según la mercancía predominante durante los mercados de los domingos. En la del Maíz, casi enfrente, se ponía una caseta como de playa en que vendían pan. Bollos “de cuernos” y “bollas” de desayuno, ambos a perrona, y, envueltos en papel de seda, panecillos de leche blanditos, que llamaban “riches” y sabían a gloria. Subiendo una escalera, estaba la tienda de “Los Rucos”, donde se vendían zapatos, y un día, falto de regalos infantiles, su dueño me regaló un calzador. En esta otra plaza, lo que había enfrente era la cárcel, dos pisos de cárcel y el de más arriba vivienda del carcelero. El edificio había sido ayuntamiento hasta hacía poco, que lo llevaron al Parque, donde la Alameda, donde antes había estado el kiosco de la música y las malas lenguas decían que lo habían edificado allí para fastidiar a algún amo de alguna casa de atrás y convertirle su calle principal en la calleja de detrás del Ayuntamiento. De cuando la casa “cuartón” era consistorial, se olvidó en la fachada, al lado de la placa que informaba que aquella era la “Plaza de la Constitución de 1812”, en una hornacina, empotrada, una pequeña imagen de la Virgen del Pilar, patrona del Ayuntamiento.
Nos habíamos ido allí a esta nueva casa porque la única hermana de mi padre, su propietaria y ocupante de siempre, estaba en Cuba y temió que, de dejarla vacía, se la ocupasen, como ocurría ahora, con esto de la tremenda guerra que había estallado, para las necesidades de la administración. Era una casa demasiado grande, a todas luces vivienda provisional, y clavaron colchones en las paredes de la habitación del neno, que era yo, por si de noche bombardeaban el pueblo.
Al lado de la casa estaba la tienda de juguetes de Manolo, y, enfrente, los domingos, colocaba Tatá su chiringuito de vender “quesos de Tatá”, que no eran sino quesos frescos, gallegos, entre los que estaba el “de teta”. Me contaron que Manuel, el de la tienda, que tenía un perro lobo, lo había adiestrado para que le robase a Tatá un queso de teta cada domingo. Corría el vendedor infructuosamente tras el can, que huía y esperaba junto a la Llera a su dueño para entregarle el botín, que, regocijado, compartía Manuel con sus amigos sin más trámite, bien regado con vino de pellejo de alguna de las tabernas cercanas.
De esta tienda salieron unos soldados de madera, articulados, grandísimos, que jamás me sirvieron para nada, y una batería de juguete, pero muy bien dotada, de los tiempos de gloria del primer jazz band, que me fue confiscada por el entusiasta ardor con que emprendí el aprendizaje de su natural empleo. Su dueño, “rojo”, huyó cuando las tropas “azules” se acercaron desde Galicia, el edificio lo confiscaron y se convirtió en cuartel, que los soldados apodaron “hotel Marisco”, tal vez nostálgicos de su procedencia de más allá del Eo.
En cambio, del bazar Trío, que estaba más o menos enfrente, partiendo las plazas, me vinieron un autocar cuyo techo se levantaba y podía transportar soldadesca de plomo y mis cajas preferidas de soldaditos, unos de infantería, otros guardias de asalto, indios y vaqueros. De pronto, estalló la guerra aquella, y se acabaron los soldaditos de plomo. Algunos de los alumnos de mi padre, que seguía en sus trece vocacionales de dar clases particulares para el examen de ingreso de bachillerato o para el ingreso en estudios jurídicos, me camelaban para que les diese alguno y con ellos hacían postas para sus tiragomas. Los dueños de este bazar, hicieron famoso un anuncio que pusieron por escrito en sus escaparates, delante y abajo, bien a la vista del eventual cliente: “si no ve lo que desea, entre y pídalo”. Se ve que estaban casi seguros de tener casi de todo.
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