Inventos y más impuestos. Hay que sacar el dinero de los mechinales de quien lo tenga, por cualquier título que sea, sin distinciones, que importa ahora mismo poco que se trate de un ladrón o de cualquier ahorrador o beneficiario legítimo de trabajos sin cuento. Han llegado las prisas y la decisión de marcar todos los billetes de quinientos, que no se mueva uno sin que el Gran Hermano lo sepa. ¿Qué quién es el Gran Hermano? En democracia, ese Frankenstein múltiple, hecho con pedazos de humanidad doliente que suelen llamar ejecutiva del grupo que manda. Porque sin que nos diésemos cuenta, las democracias iban inventando su rama, su especie absolutista, sus mayorías absolutas, su esto es así porque nos sale a nosotros de las narices, consultar el eufemismo, si acaso, en el Diccionario Secreto de don Camilo José.
Tal vez lo mejor sea hacerse tonto de pueblo o poeta, futbolista o promotor, que los primeros no pagan y los privilegiados de los segundos, si quieren, pueden poner lo suyo a buen recaudo en ínsulas misteriosas o cotarros donde esconder ahora los tesoros como antes hicieron los piratas y cuenta Stevenson de tan magistral manera.
Se llevan los cuartos, en billetes gordos, para que no abulten, y bolsas de basura, para que no desdigan, de un escondite a otro, con diversas bandas, unas de bandidos, otras de autoridad competente, compitiendo entre ellas a ver cuál llega primero y se apodera del botín secreto, el dinero negro del ricacho o el blanco del ingenuo ahorrador.
Cada día, por las alcantarillas y las catacumbas del mundo circula la sangre envenenada del dinero, inficionando cada vez a más gente, complicando a más gente, trasmutando a la hermosa gente en pandilleros armados hasta los dientes que se agazapan, corsarios con licencia o bucaneros sin ella, al socaire de cada esquina, al acecho.
Los muy, muy ricos, escapan, se aíslan, se rodean de varios cinturones de defensores, guardianes, jardines murados, laberintos, fosos poblados de cocodrilos hambrientos y arquitectos financieros capaces de disfrazar billetes de papel de periódico para dar el timo de la contraestampita a sus predadores –conocí y no es broma a un rico que no lo era tanto, pero tenía en el armario un traje con los codos de la chaqueta gastados y los bordes de las mangas deshilachados, para ir a enfrentarse, caso necesario, con los inspectores de hacienda y contarles las penas de una supuesta pobreza súbita-.
Tendríamos que ir pensando con la debida seriedad en la promulgación de unas tablas de derechos fiscales especificativas de los casos en que los impuestos pueden dejar de deberse, y, como consecuencia, de pagarse, por mal uso habitual de lo recaudado. Justifica un impuesto la necesidad del común, no la de ese servidor colectivo de dicho común que ha de ser siempre la administración, tendente desde nadie sabe por qué ni desde cuándo a convertirse en una especie de autoritario tutor de la gente, liberado además de la obligación, típica de un tutor o un curador, de rendir cada poco detalladas cuentas.
Porque lo mejor de todo, tal vez sea adoptar a tres monitos famosos, simbólicos del ver, oír y callar, y dedicarse a procurar como sea la fluidez de la convivencia que posibilita la vida misma, que es todo lo que en realidad tenemos aunque no sea más que en precaria administración y por tiempo limitado.
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