Violencia, intemperancia, odio, todo consecuencia del desamor. No hay nadie más ofuscado por la ira y la crueldad que quien, fracasado en el amor eterno mientras dura de cualquier matrimonio de este tiempo de prisas, echa la culpa al ex consorte y corre de juzgado en comisaría, puesto de Guardia civil o despacho de abogado en busca del modo y la manera de apuntillarlo.
Nada más complicado que el tejemaneje de las pensiones compensatorias, las de alimentos, las visitas de los niños y como colofón las órdenes de alejamiento, en ocasiones incumplibles, sobre todo en los pueblos pequeños donde ella o él, supuestos protegidos, procuran acercarse al supuesto malo para luego gritar que se halla cerca, que se lo lleven, que lo encierren, al supuesto mister Hyde.
Que ni se había enterado probablemente de la proximidad del supuesto doctor Jekyll.
Algo, me temo, está saliendo mal es este intrincado galimatías de los cada vez más frecuentes errores del niño del arco y las flechas del amor. Probable es que falte paciencia de noviazgo, tiempo de grabar las iniciales en los troncos de unos árboles talados de los bordes de los paseos. ¿Pasean ahora los novios lo suficiente?
No me parece a mí que se preparen con demasiado mimo. No hay tiempo para nada. Aquí te pillo, aquí hacemos lo que hay que hacer y ¿quién puede convivir con este monstruo, cualquiera que sea su género, que no siempre es ella la bella y la bestia él, a la vuelta de una abrupta luna de miel?
Por eso hay más que dicen te quiero que te amo. Lo segundo tiene un no sé qué añadido por la cultura del encontronazo, que lo tiñe, dicen, de hortera, de cursi. Te quiero es que te quiero para mí, para mi solaz, para tenerte. Te amo es una expresión de aquello a que se está dispuesto, es decir, a hacer todo lo posible para que el ser amado, el otro, la otra, sea lo más parecido posible a feliz, aún a costa de la propia estima y felicidad del enamorado.
Enamorarse es desearlo todo, pero para el otro, para la otra.
Lo de “pa mí o pa naide” es una aberración del insaciable apetito de apoderarse del mundo que adorna a los iluminados en todos los ámbitos. Su caricatura son los sátrapas, los tiranos, los grandes, insaciables “conquistadores de la Tierra”.
Como siempre, pagan los más débiles. La experiencia dice al espectador que son ellos, los niños o el cónyuge más ingenuo e inocente los que estadísticamente sufren con mayor rigor los excesos de los más poderosos, ricos, imaginativos, capaces de empecinarse en el sucesivo invento de modos de pisarle al más débil el corazón o el alma en carne viva. Esta haciendo falta, a todas luces, hilar mucho más fino es estos lamentables asuntos en que pienso que sería acertado que quienes decidan emprender la aventura de la convivencia se enteren bien antes de adonde van y lo difícil que es compaginarse con el prójimo o la prójima supuestamente amados.
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