Mehalas de moros, revuelo de turbantes, mantos y holgados ropones blancos. Los moros corrían, en vez de desfilar, hoscos, morenos, bigotudos. Se acuartelaron en el Teatro Colon, a la vera del río, al hilo del cual formaban con sus gumías y sus mosquetones. Franco bueno, los otros malos –decían. Franco tener baraka. Moro venir con el a la guerra. Si moro morir, moro ir con las huríes –se les encendían los ojos-. Nos daban balas. Los nenos los rodeábamos, con los ojos y las bocas muy abiertos. Asombrados. Cuando esa tarde, casi noche, volví a casa, que entonces yo vivía con mis abuelos, porque mi madre no pudo resistir la guerra y casi se vuelve loca para siempre, la abuela Sabina me pasó una lendrera por el pelo, una y otra vez, sobre un periódico desplegado, y llovían los piojos, como orballo.
Pasaron, tropa de choque, como un huracán, por el Escamplero, subieron por un collado del Naranco y abrieron pasillo a los hasta entonces sitiados de Oviedo.
Tertulias vespertinas de la rebotica, morteros, mezclas, pócimas, píldoras y sacarina para suplir la falta del azúcar. La del suministro mensual era morena, la ponías sobre una mesa y corría como una duna llevada del viento. No escojáis las lentejas –decíamos- al fin y al cabo, con gorgojo, tienen más proteínas. Tertulias vespertinas con el notario y su mujer, el médico y la suya, los de la imprenta, el registrador de la propiedad y aquel señor muerto de miedo que: Emilio –Emilio era mi abuelo- ¡dicen que vuelven!. Los que podían volver eran “los otros”, “el enemigo”. El enemigo mandaba aviones a tirar bombas casi de juguete y pintaron unos círculos concéntricos, verdes, negros y amarillos, junto a las puertas de las casas donde había sótano, con un letrero “refugio”, para defenderse. Junto al Parque había una cafetería, El Gato Negro, en cuya terraza tomaban el aperitivo García Morato y sus hombres, de la escuadrilla de caza con base en el improvisado campo de aviación de Jarrio. Los niños, cada vez más metidos en eso de la guerra y más olvidados de los ocupadísimos mayores, hacíamos hogueras y echábamos las balas que nos habían dado los moros y estallaban y salían zumbando, desarmábamos granadas italianas para sacarles la pólvora, sobrevivimos de milagro y hacíamos esfuerzos para crecer e irnos a la guerra, cantando himnos marciales y con fusiles de verdad, que los moros les llamaban “fusilas”. Cuando sonaba la sirena, había que correr a los refugios, uno era el túnel de las Arreas, del muelle, en que ponía: “refugio, túnel”, con sus circunferencias concéntricas. Los soldados, desde el Parque, disparaban infructuosamente contra cada avión enemigo, que siempre era “el Negus”, para la gente, y corríamos nosotros a recoger la cartuchería de fusil del suelo, para fingir con ella desfiles de soldados en la mesa del comedor, sobre el hule de cuadros rojos sobre blanco.
En la Farola, junto a la farola del medio, vendían avellanas torradas y bígaros cocidos, y al lado de la librería, sentadas en la acera, unas mujeres vendían nisos de Arbón, es decir, ciruelas claudias, y el aprendiz de mancebo de la botica del abuelo, poco mayor que yo, me inducía a sisar perronas y perrinas para ir a comprar nisos. Llegué a sisar una peseta, entonces de plata, a mi tía Amelia, que me armó la marimorena, acertada en el diagnostico de que había sido yo, para solicitar que se me aplicara el adecuado remedio. Por un real te llenaban de nisos y no podías con los bígaros que te vendían en un cucurucho de papel de periódico y regalaban “el anfiler”.
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