Daban a los sexagenarios sendos capotes azules, con el yugo y las flechas bordados o pegados y los ponían a hacer guardia en los oteros y las atalayas del acantilado por si el enemigo desembarcaba. Los jóvenes estaban en el frente de batalla y los niños nos arremolinábamos por todas partes. Ni se fijaban en nuestro aspecto y nosotros escuchábamos atentos e interpretábamos a nuestro modo la situación y aquello de la guerra y de que hubiese peligro de que incluso tratasen de matarnos tirando bombas o como fuera.
Los domingos jugaba con mis primos de Villar, recluídos en la “quinta” de indiano de su abuelo y deseando salir afuera. Por contraste, yo me pasaba la semana soñando con aquel lugar maravilloso, imagen sin duda del paraíso y en cuyos rincones se hallaba sin duda el reino de las hadas.
La mansión de mi tío abuelo Ramón acogió a varias generaciones de la familia. La había comprado a otro indiano, y la reformó, enclavada y cerrada sobre sí por un alto muro opaco, y, al frente, una verja de fundición. Primero la habitó con sus hijos, que convocaron familiares y amigos, como veinte años más tarde, fuimos los niños de la guerra los que jugamos en ella y diez años después, otra generación se hizo cargo. Y las que seguirán. De mi tiempo tengo especiales recuerdos de los cedros de ambos lados de la casa, el haya, la cancha de tenis, abrupta y lijosa para despellejar rodillas de una chavalería a que Federico, el chófer de la casa, disfrutaba dando entre los aullidos de la víctima, largas piceladas de yodo en cada herida, el palomar, el cenador, la rosaleda, una morera que nos albergaba como una tienda india. Mis primos disfrutaban de mademoiselle para estudiar francés y una tarde llegó a casa asustadísima porque le habían dicho que venía sobre Luarca “un batallón de gojos”, mi tía abuela Rosa, acongojada, repitió en la sala de estar que venía por nosotros “un batallón de cojos”, y un amigo de la familia, que lo era de verdad, comentó sarcástico: Rosina, si son cojos poco daño podrán hacer … Era un bulo. Ni gojos ni cojos ni rojos ni batallón ninguno.
El resto de la semana, alternábamos los nenos del pueblo con nuestras renras, los útiles de jugar al lirio, los carros de piñas, los patines de juegos de bolas y los aros hechos de llantas conducidos con un alambre retorcido. Quería yo un patín, se enteró mi tía abuela Tula, que vivía en París y me trajo de Francia un último modelo de patín con ruedas de goma, palanca para impulsarlo, timbre y frenos. ¡Yo quería un patín artesanal! ¡Como el de todo el mundo! “Todo el mundo”, en su mayoría, andaba descalzo. Todos los juguetes eran artesanales. Eso era lo normal, lo corriente, nuestra cultura enfangada en balas y pólvora, desechos de maquinaria y tarugos de madera. Salvo algunos de nuestros primos y vecinos, que aún tenían juguetes y nosotros, a veces, les ventilábamos un lápiz o una pluma especialmente deslumbrantes. Valdrían cuatro perras, pero no hay nada como la escasez para que quien se distinga provoque ataques de incontinencia. Los niños, al fin y al cabo, no son más que hombres pequeñitos, pero que apuntan ya las características de sus mayores.
En la botica, también perfumería y artículos fotográficos, de mi abuelo Emilio, se vendía colonia a granel, para lo que había en la parte de afuera, donde el mostrador de despachar, unos frascos enormes, que tenían en su parte más baja una espita con una llave para llenar los recipientes de los eventuales compradores. Y el mueble de madera y cristal en que tales botellones se hallaban, tenía una estantería inferior donde podía sentarse un niño. Allí estaba yo, leyendo, como c asi siempre, pacíficamente, una novela de Salgari, recuerdo, con mi “checo” puesto, que supongo que llovería –los “checos” eran unos impermeables con capucha colgada hacia atrás del cuello, de un material imitación de cuero, pero que se resquebrajaba con la intemperie-, cuando pasó por delante del establecimiento mi buen amigo Pablito, el hijos del capitán de la Guardia civil, mu ufano y rápido, conduciendo su aro. Quise incorporarme a la carrera, me levanté como un rayo y, con las prisas, se me enganchó la capucha con la llave de uno de los botellones. El estrépito fue tremendo, la colonia se desparramó, los contertulios de la rebotica no supieron, al principio, si nos estaban atacando, salieron, me encontraron consternado entre las ruinas y allí fue Troya. Los restos de mi dignidad me impiden dar detalles de la soberana paliza con que concluyó el accidente. Incluso la novela, que relataba hazañas de los tigres de Mompracén, resultó, como pena adicional, destruida, y, pese a mis ulteriores esfuerzos, sin arreglo.
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