No recuerdo haber aprendido a leer o a escribir. Allá en el fondo de la memoria, es como si hubiera sabido siempre. Una vez, me llevaron a una escuela para iniciar estudios primarios. Semipenumbra. Una monja de mofletes redondos y coloradinos, con toca, que se llamaba sor María, nos puso un ejemplar de los cuatro evangelios para calcular mi grado de preparación y leí con tanta soltura que me regaló el libro. Todavía anda por casa. En él los leí por vez primera. Asistí en aquella escuela a pocas clases. Nos llevaban cada día a rezar el rosario a una capilla del mismo edificio, el Palacio de la Pescadería, adonde curiosamente, me volvieron a llevar a completar estudios de primaria, es decir, preparación de ingreso al bachillerato, varios años después, a la que llamaban escuela de don Joaquín, otro Joaquín, no mi padre, dirigida por su hija Eulalia. Mi compañero de pupitre se llamaba Alfonso, era mucho mayor que yo y me contaba cuentos horribles, amedrentadores como pesadillas. Al final se hizo cargo de nuestra preparación, la de un amigo y compañero que se llamaba Bernardo García Rovés y yo y comprobé, todavía sin saber valorarla, la capacidad didáctica de mi padre y su capacidad de enseñante, que ambas eran, creo, prodigiosas.
Era incansable, paciente, reiterativo. Aprendías si estudiar y todo quedaba claro antes de pasar a la página siguiente. Lo malo es que a veces montaba en cólera. De súbito. Para mí, a veces, sobre todo en nuestra relación familiar, inexplicablemente. Nunca me cansaré de decir lo que yo lo quería y admiraba, pero con su sistema de considerarme siempre presunto culpable y el de castigar inexorablemente mis culpas, incluso cuando meras negligencias, según mi perspectiva de hoy, o hasta casos fortuitos en que deteriorase unos zapatos, hiciera un siete en una gabardina o manchase al caerme por el moho de la rampa del río un traje recién estrenado, me convertí en un niño mentiroso.
Solitario ya lo era porque había ido poco tiempo a la escuela y desde que recuerdo, soy lector empedernido.
Allá muy lejos, al principio, en el piso inferior de mi progresiva afición, están los cuentos de hadas, y, casi en seguida, las aventuras de Pipo y Pipa, que venían al final de Estampa, que se compraba en caso y las de Cuchifritín, Celia y Roenueces, que se publicaban en Gente Menuda, suplemento de Blanco y Negro, que compraba el abuelo Emilio, el boticario, todas las semanas.
Un poco más tarde, el Aventurero y el Mickey me descubrieron las viñetas, de que seleccionaría las aventuras de Tom Tyler y la Patrulla del Marfil, las aventuras interplanetarias de Flash Gordon, las de Jim el Temerario en la selva y las de Merlín, el mago, con su amigo y ayudante, el forzudo Leroy, o las del Hombre Enmascarado y el ámbar gris.
Pasé a Tarzán de los Monos, Salgari, Verne, pero, sobre todo y sobre todos, a Richmal Crompton, Guillermo Brown, su perro Jumble y sus Proscritos, Pelirrojo, Enrique y Douglas.
De ahí a Valle Inclán, a través de sus sonatas, por fin a los clásicos, en seguida a los rusos y tras cierto tiempo a los ingleses, de que, mucho más tarde, ya adolescente y estudiante de carrera, seleccionaría siempre a Charles Morgan.
Mucho más atrás, están los cuatro “hombres audaces”, que tanto nos deslumbraron sobre nuestros diez u once años: Doc Savage, La Sombra, Bill Barnes y Pete Rice.
El más tremendo desorden, el barullo menos imaginable, rigieron siempre mi desmedida afición a una lectura para que nadie me orientó ni tuve más guía que la ocasión de llegar a éste libro o a aquél, antes o después del tiempo apropiado o del orden lógico aconsejable para leerlos.
En un momento dado, Biblioteca Oro, de Editorial Molino, me proporcionó el placer continuado de la novela policíaca, de que sucesivamente fueron protagonistas Fu Manchú y su perseguidor Neylan Smith, Charlie Chan, Hercules Poirot, Philo Vance, Perry Mason, Lord Peter Wimsey y Nero Wolfe. Karl May nos llevó a un nuevo Oeste, mirado con ojos alemanes.
Desde que cayó en mis manos la primera Historia de la Filosofía ya no pude parar de interesarme por ella en general y por cada filósofo en particular. A lo loco, sin pasar por los peldaños intermedios. No hay que olvidar nuestra condición de niños de la guerra, que, ganadores, como nosotros, o perdedores, todos sufrimos, en lo personal y lo intelectual, las desastrosas consecuencias de aquella catástrofe, por otra parte, en mi opinión, cuando se produjo, inevitable ya. El error más grave no fue el de la guerra, sino los muchos de sus muchos motivos. Pero saber eso, nos costó a muchos tiempo, sangre, sudor, hambre, esfuerzo, desconcierto, necesidades y lágrimas.
Del otro lado, abiertas las puertas y las ventanas, estaban la literatura y la vida.
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