Me gusta que me propongáis soñar despierto. Puedo imaginar parte de un mundo y que nos estemos plácidamente en él. Los otros sueños, los que concibo dormido, o no sé si son ellos los que me absorben, abducen a su mundo de gelatina y silencios, donde al parecer no hay sentimientos, porque me ha ocurrido pedir socorro y que nadie me ayude, pese a estar en lo que parece una concurrida calle, y me ha ocurrido tratar de defenderme o de gritar y no poder, sino despertar con la mezcla de angustia residual y alegría de descubrir que todo era un sueño. Evoco el soliloquio de Hamlet: “en el sueño de la muerte, ¿qué nuevo sueño soñaré?” La sobrecogedora pregunta pasa como una nube sobre esta tarde de tardo invierno, con la mimosa por fin recién florecida, avisando, con la demora, que esta año tardará en evidenciarse la primavera.
Viene el perro, el que ahora queda, desde que murió el foxterrier, y me avisa de que es hora de salir. Vamos por la vera del río, ahora un cauce de rumores y reflejos. Vagas siluetas encogidas pasan a nuestro lado y susurran, como quien da limosna, un saludo casi inaudible. El cocker huele, infatigable, las esquinas todas del trayecto, se para, reanuda el trotecillo, vuelve, me reconoce y comprueba que sigo sus huellas, de nuevo, tranquilo, se va hacia la farola siguiente, alza la pata y finge que la marca, si acaso con una última imaginaria gota de ese fluido mágico con que los perros no sé si se alejan o convocan. Hoy ha escogido una callejuela oscura para correr su aventura, realizar tal vez su sueño, de esta tarde. Del otro lado, a la salida, ya en terreno conocido, se vuele y me ladra las gracias con un solo ladrido seco, pero se advierte que amable. De vuelta a casa, me pide, moviendo el muñón de lo que debería haber sido rabo, su galleta de la tarde, que roe bajo la mesa, con delectación evidente. Luego se duerme como un viejecito que ya empieza a ser con sus once años, equivalentes a los setenta y siete de cualquier humano.
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