Hay días, ahora, en lo más profundo del invierno, a caballo entre febrero que nace y enero, recién muerto, tan aparentemente desesperanzados, que el sol, cuando nace, no pasa de asemejarse, solecito cuando más, a uno de esos limones fracasados, que el viento desprende aún sin crecer, del árbol, y, arrugados como tristezas imaginadas, quedan, bajo el limonero, igual que recuerdos de lágrimas.
Luego te embufandas, te echas a la calle, compras el periódico, rebosante de calamidades, si tienes torcida la suerte, te caga una gaviota, que, las puñeteras, creo que algunas apuntan y con frecuencia atinan, y aún a pesar de todo te queda el recurso de irte a la cafetería, esconderte en el último rincón, con tu café bien caliente y extremadamente azucarado y un buen trozo de bizcocho, desplegar el periódico y desaparecer del mundo durante un cierto tiempo.
El café te reconforta, mancha tu corbata, si es que la llevabas aún, produce el bizcocho una molesta sensación de plenitud, pero el día ha mejorado, y, a caballo del frío, creo que, para compensar aquel desmedrado sol, provoca, incita. Todo esto, me digo, puede mejorarse, y sonrío a la primera persona que encuentro, que venía tan enfurruñada como yo y tal vez más escéptica, pero no le queda más remedio que sonreírme y desearme a su vez que tenga un buen día. Hasta se pueda hacer con el periódico un burujo y tirarlo despreciativamente en la primera papelera que se encuentre.
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