lunes, 22 de febrero de 2010

El dueño, su amo, no es necesariamente más grande que el perro, desde el punto de vista de este último. Los perros no distinguen tamaños, y, si los distinguen, no los tienen en cuenta. ¿No habéis visto nunca a un gozquecillo de nada enfrentarse a un gran danés? Se arranca contra él como si ambos fuesen iguales. Un adversario. Sólo eso. Pienso que dese el punto de vista del perro, el hombre, el amo u otro cualquiera, son ejemplares o entidades sin dimensiones. Están fuera de lo que el perro es, pero su tamaño, su ferocidad, su enemistad, no son más que posibilidades que concreta la engarradiella, la batalla, el intercambio de golpes, ladridos y voces, dentelladas, que, no somos capaces de soportar, conviene tratar de evitar, pies para qué os quiero. La huída con el rabo entre las piernas, la postura de sumisión. El vencedor, si no es un hombre o no ha sido adiestrado por el hombre para algo distinto, suele ser clemente, perdonavidas, en el sentido etimológico del término. ¿Por qué es el hombre, dotado de razón, más cruel con los vencidos que el animal, que sólo dispone de su instinto?. El miedo del hombre reside en su imaginación, el del perro, el león, el lobo, etcétera, en la experiencia. El miedo del hombre le inspira crueldad, el del animal, prudencia. El perro de casa, que es perro viejo, si no se le da nada de comer, no se comparte la comida, gime, si se le pegase, no sé que haría. Creo que no le hemos pegado nunca, si no cuentan las agarradas y pequeños hurtos que recíprocamente perpetran contra él, y viceversa, mis nietas, a quienes arrebata de un salto, siempre que puede, cualquier bocadillo. Si lo reñimos, agacha la cabeza, esconde el rabo entre las patas y se esconde debajo del banco del zaguán.

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