viernes, 19 de febrero de 2010

Ir y venir, frenéticos, para reencontrarse con los casos y las cosas igual que los binomios jinete-caballo en los concursos hípicos, cuando recorren el minúsculo laberinto de la pista y se reencuentran con los mismos obstáculos. Gentes empecinadas en conservar o en mudarlo todo, como si fuera posible enmendar la plana al equilibrio entre mantener lo posible y cambiar lo que se pueda, ambas cosas a la vez, tomar de lo nuevo y de lo viejo.

Vuelvo a mi rincón y es como si no hubiese faltado, pero soy un poco más viejo y el rincón ha engordado la capa de habitualidad que lo hace confortable, es como las viejas pipas, cafeteras, teteras, que a fuerza de usarlas se adaptan y confío en que el café sabrá como siempre y por añadidura como la vieja cafetera lo logra, diferente, un poco más reconfortante.

Leo cartas, artículos, ensayos, picoteo en blogs. A la larga, un blog descubre resquicios de personalidad que ni siquiera su autor se percata de que está desvelando. Por eso de que hay días especiales, y en ellos horas que al pasar raspan trozos de piel, hacen desgarraduras, marcan cicatrices, como si tatuaran el alma y la descubren.

Despliego mi almacén de poemas y me abruma descubrir que almacené centenares que tal vez debería clasificar de algún modo y no como ahora están, ahí en el cajón de sastre de la carpeta, sin orden ni concierto, tal y como yo digo siempre que los mueve, trae y lleva a su antojo el aire.

Hacía frío, en la capital, donde me vi obligado a discurrir, debatir e incluso a caminar más de lo que tenía pensado. Alrededor, la gente iba a lo suyo. En su olimpo, los políticos debaten acerca de la organización de un mundo que cada vez coincide menos con el de la gente. Me pregunto si se darán cuenta siquiera de que cada vez los miramos más y más gente como si fuesen inevitablemente alienígenas que no comprenden lo que en realidad nos preocupa a los de aquí, del terruño nuestro, la tierrina de todos los días.

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