lunes, 15 de febrero de 2010

Leo en alguna parte que Torrente Ballester, miope de casi toda la vida, llevaba una cámara fotográfica para retratar lo que él veía borroso, y, ya en casa, examinar cada fotografía y usarlas para ambientar sus admirables novelas. Conocí Torrente Ballester ya viejecito. Silbaba muy bajito, mientras yo le decía que admiraba su obra. Creo que no me hizo ni caso. Ya no le importaba tener o no admiradores. Su obra ya estaba hecha y él por encima de esas minucias de si gusta o no a la gente lo que escribes, tan importante para los principiantes y los ególatras. Me habría gustado charlar con Torrente Ballester de cualquier cosa, pero cuando yo llegaba a la madurez, él empezaba a irse por la otra puerta, la de la vejez, encerrado como iba en su mundo por la miopía que lo alejaba del entorno y si bien coincidimos aparentemente en el espacio, ya íbamos en tiempos diferentes, él recordando, probablemente, yo proyectando todavía. Repaso los Cuadernos de la Romana y levito con Castroforte de Baralla.

Me acordé y le regalé a mi nieta una cámara. Luego me enseña sus ingenuas fotos y así me cuenta, sin darse cuenta, lo que mira con más atención: esta muñeca, aquel jarrón lleno de flores, una vaca pensativa, en un prado donde apuntan ya las margaritas de la primavera que viene, el abuelito en su rincón.

Lo bueno, ahora, de estas cámaras compactas y digitales, es que se pueden llevar a todas partes y hacer muchas fotografías, entre que aparecen siempre, al pasarlas al ordenador, dos o tres, a veces una sola, sorprendentes.

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