jueves, 11 de febrero de 2010

Los jueves, como supongo que saben, voy a la ciudad pequeña. La ciudad pequeña es la capital de mi provincia, en mi caso también la capital de mi autonomía. Le llamo ciudad pequeña por contraposición a la ciudad grande, a la que suelo ir una o dos veces al mes, que es la capital del Estado. El lugar donde vivo es mucho más pequeño que la ciudad más pequeña, le llaman villa, pero hasta hace poco, poco en términos históricos supone varios siglos, también le llamaron pobla. Le supongo unos mil años escasos de existencia, tras de otro cierto número indeterminado, durante que debió ser abrigo de pescadores más o menos habituales, poco a poco profesionales.

Aprovecho esa ida a la ciudad pequeña para visitar una librería de que soy cliente desde hace más de medio siglo y proveerme de libros. No es exactamente renovar una provisión de libros, sino proveerme de más, y de entre todos, ir seleccionando los que abandono con vaga pereza en las estanterías de una modesta biblioteca que debe andar por los diez o doce mil volúmenes, dispersos y desordenados, y los que leo con más o menos atención, algunos con mucha, y con admiración, en muchos casos, y envidia, en otros, de no saber escribir o no tener la paciencia ni la imaginación imprescindibles para escribir como el autor de que se trate, hombre o mujer, aunque no fuese más que una página, un poema, algo digno de ser estimado y recordado.

Desde hace cierto tiempo, me llaman la atención las autobiografías. Me impresiona ese modo de recordarse con que el autobiógrafo autobiografiado se va describiendo a lo largo del camino de su vida, el niño, el adolescente, el adulto, hombre o mujer, según, que ve y que mira y nos cuenta cómo era. Hoy he comprado una autobiografía, ellos suelen llamarles memorias. No quiero decir quién es el autor, pero tomé páginas de aquí y de allá, casi todas impecablemente escritas, interesantes, hasta llegar a un par de ellas que no fui capaz de entender. Las he releído una y otra vez, con interés primero, luego con paciencia, en ambos casos con humildad y atención. Nada. ¿Cómo y por qué, alguien que es capaz de escribir con singular destreza, con claridad impecable y de llegar a despertar el interés del lector, puede luego perderse en banalidades sin sentido, despreciativas miradas a su entorno y llegar a escribir páginas enteras sin sentido, que giran sobre sí mismas y al final no dicen nada más que tal vez ese día estuviese aburrido, no al vivirlo, sino al describirlo, o tal vez en ambas ocasiones. Una lástima porque el libro tiene otras páginas de singular atractivo en cuanto a forma y fondo, pero si se repiten demasiadas como estas dos de que hablo, será demasiado fuerte la tentación de permitir al ama que lo eche al fuego sin que haya bachiller que lo salve. Por más de que la consideración de que quien a hierro mata …, me tenga la mano pensando que así me gustaría a mí detener la de alguien que justamente airado fuese a quemar alguno de mis escritos, por mucho que tantos lo merezcan.

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