Estoy leyendo la segunda parte de las memorias de Esther Tusquets, esas que llama confesiones de una vieja dama indigna. Es divertido volver a ver la juventud propia, pero ahora a través de las gafas de una joven señorita de la burguesía catalana a que desde luego no alcanzan más salpicaduras de las necesidades de la época que aquellas en que con curiosidad pone deliberadamente las yemas de sus dedos.
Y descubrir cómo París, siempre París en la historia de la Europa que todavía agoniza, imparte desde el invento de su “rive gauche” la idea de una “gauche divine” que confundió a tal vez a varias generaciones con la sugerencia de que el progreso podía consistir en quemar las naves de los viejos principios y sustituir la hipocresía evidente de la buena educación por el ingenioso libertinaje de los malos modos, constituidos en apariencia de sinceridad.
Bueno, pues ya estamos siendo como somos. Como hemos sido siempre. Una especie depredadora, ávida de poder y vengativa, que, para sobrevivir, necesita de la hipocresía de los modales y de la civilización consistente en arbitrar unas reglas de protección de los más débiles y menos aptos y otras reglas que eviten la exigencia personal, directa e inmediata, de reparación de las ofensas.
Tal vez el progreso esté en mantenerse entre aquélla y la otra despreciada orilla, por donde corre el cauce de agua viva. Tal vez el progreso esté en el equilibrio y no en contemplar con una sardónica sonrisa escéptica, las ruinas de Itálica. Nadie en la humanidad sabrá nunca bastante ni será lo suficientemente diferente. Pienso que ni desde el otro lado del espejo podrá mirarse lo que ocurre en el mundo como mero espectador.
Pero he escrito antes de tiempo. Hay que seguir leyendo antes de opinar
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