sábado, 6 de febrero de 2010

Vivir. Un sofisticado intercambio de paradojas. Se nos invita con la idea que el anfitrión tiene del acto a que nos llama. Asistimos con la que tenemos nosotros, o para aprovechar que el Pisuerga pase por Valladolid. Cada vez es más intrincada la madeja, que ni su dueño entiende ya, en que se mezclan los diversos caminos que se emprenden por los mismos que han de seguirlos o por otros y hoy he leído en un periódico que no es la primera vez en la historia que el hombre se considera capacitado o está lo suficientemente airado y fjera de sí como para atreverse a juzgar si Dios es o no justo- ¿Con arreglo a qué criterios de justicia? Me río yo de cada definidor, en cada época, y, dentro de cada época, al hilo de cada cultura o contracultura al uso, se atreve con el concepto de la justicia. ¿Qué si yo me atrevería? Pues quizá también y diría que es el equilibrio en el uso de la libertad con arreglo a sus fines y límites esenciales.

Me río de mí mismo. ¿Quién soy yo para hacer definiciones? Hay que hacerlas, sin embargo, en estos tumultuosos tiempos en que tantos te tratan de embaucar y convencer de estar en posesión de verdades incontrovertibles. Resulta conmovedora la observación de gente de buena voluntad que se agarra al clavo ardiendo de pensar que la justicia estriba en defender hasta la última gota de sangre un determinado principio, como si hubiera en cada sociedad, en cada conducta comunitaria, una piedra maestra que sirviese para mantener el complicado andamiaje de la supervivencia con que estamos afrontando el cambio de edad que nos acongoja. Casi entiendo lo que deben sufrir las langostas o las serpientes cuando mudan de caparazón o de piel, han de parirse a sí mismas, abandonar la piel antigua y cubrirse con otra igual, pero diferente. Nos está ocurriendo y se producen hechos sorprendentes, conductas erráticas.

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