Tengo una especial debilidad por los soldaditos de plomo y las cajas de música con muñecos que se mueven al son de la que tocan con la ingenua sencillez de las cajas de música. Hay algunas, hechas a mano con especial delicadeza y esmero, cuyo sonido es claro y luminoso. Alegra escucharlas siquiera sea un momento, de vez en cuando, porque seguro que cuando paran, estaré sonriendo de nuevo, con una pizca por lo menos de esperanza recobrada.
Los soldaditos de plomo pueden estar en su vitrina o salir y formar un rato sobre la mesa. No llego a esos coleccionistas que convierten toda una habitación en campo de batalla y reproducen casi siempre la de Waterloo, ahora hay quien la del Ebro y muchos la carga de la brigada ligera. Yo los formo cuando los soldaditos de plomo todavía conservan la luz y el colorido de antes de cualquier batalla. Cuando la música enardece, en pleno campo de maniobras o desfile y el espíritu del regimiento planea sobre la formación, cuyos componentes cantas sus respectivos himnos con la vocación triunfante de cualquier soldadito de carne y hueso de cualquier época del mundo. Y procuro no imaginar el ejército de Napoleón regresando de Rusia, maltrecho, triste, roto y vencido, ni al almirante que cuadrado ante Felipe II tuvo que informarlo de lo ocurrido cuando aquello de la Armada Invencible. Los soldaditos de plomo, formados sobre la mesa con sus banderas, sus jefes y oficiales, sus bandas de música y de cornetas y tambores me devuelven la sensación de camaradería del cuartel, el imaginativo repique de campanas de cualquier victoria imaginable. No huele a la mezcla de repollo, sudor humano y desinfectante de la tercera imaginaria.
A diferencia de lo que me ocurre con las cajas de música, cuando los soldaditos de plomo vuelven a su vitrina, una como neblina de tristeza me empaña cualquier gesto.
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