jueves, 4 de febrero de 2010

Voy hasta mi capital próxima. Desde hace relativamente poco, como en los estados compuestos, nosotros, los ciudadanos, la gente, los contribuyentes, esta doliente humanidad, disponemos de dos capitales: la más pequeña y próxima y otra cada vez más lejos, más enfrascada en sus cosas, en que, cuando vamos, nos solemos perder si nos salimos de rutas habituales, a pesar de que, como en mi caso, para algunos fue durante muchos años su ciudad. Una ciudad, recuerdo de entonces, es como un conglomerado de pueblos pequeños, apretujados unos con otros, pero separados por invisibles trazos más o menos patentes. Y en cada pueblo pequeño, los habitantes de la ciudad grande nos apañamos para organizar toda una rutina de vida habitual que no excluye ir casi de viaje a ver los demás pueblos o estarse en el cogollo de la ciudad, por donde pululan los turistas, excitados, en busca de su ciudad preconcebida y es probable que inexistente.

Yo he ido hoy a mi capital próxima, mucho más pequeña, más familiar. Las ciudades pequeñas pueden ser muy hostiles, porque, a diferencia de las grandes ciudades, en ellas se pueden formar subgrupos, tribus, que son familias agnaticias, que, en los azacaneados tiempos que corren, miran a su alrededor y desconfían del desconocido que no forma parte del clan y por ello representa un peligro latente. En cambio, a los nuestros de cada día, los reconocemos, sabemos de muchas de sus flaquezas y nos preocupan, en estos tiempos de competitividad, sus habilidades.

No he advertido todavía conciencia clara de que una crisis económica que produce estado de necesidad de muchos y amenaza con extenderlo a muchos más, tal vez, si se descuidan quienes ya deberían haber estado más atentos a los acontecimientos de este principio de siglo. Oigo hablar mucho, pero veo hacer poco y sin la coordinación previa de una serie de planes de acción. Hay, en la sociedad, una curiosa mescolanza de jirones de utopía y síntomas de desorientación. Uno de esos climas propicios para que asomen por aquí y por allá los habituales pescadores en río revuelto, peligrosamente capaces de sembrar error en la tierra abonada del miedo. También puede que no sea para tanto y que este temor mío no sea más que un coctel de invierno y de cansancio. Uno, a su edad, ya no está para estos trotes.

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