Miro el corazón de la rosa. Es aún la primera, o de las primeras rosas que el despistado de mi rosal preferido da este año de las gripes. Una rosa casi conmovedora por desmedrada, encogida, se ve en seguida que asustada, nada más nacer, de su audacia por haberlo hecho en pleno invierno del año de las gripes zoolingüisticas. Supongo que, para mirarle el corazón, vale. Ignoro cómo seleccionaban a sus víctimas los sacerdotes incas o los aztecas, para buscar corazones en que tratar de adivinar y prevenir las decisiones de los dioses airados de sus cultos, pero a mí tiene que bastarme esta rosa Las demás de esta mañana del jardín o son margaritas, que tienen el corazón redondo y radiante, optimista, o estas otras que no sé identificar, lívidas, con un corazón mínimo, que habría que mirar con microscopio.
Miro el corazón de la rosa. Sin arrancarla, sin cortarla, previo advertirle que no se asuste, que no pretendo averiguar sus secretos, sino los míos, que están, neuronas adentro, por detrás de los ojos con que miro ese corazón de rosa, donde el tiempo se detiene y es rojo oscuro, aterciopelado e invita a pararse a pensar.
Pensar supone recorrer estancias donde no solemos entrar y redescubrir los caprichos de la memoria, su crueldad, la indiferencia con que nos mezcla en un coctel de vida las cosas buenas y malas que hicimos y sus consecuencias, a veces, alrededor. De repente, todo se sosiega. El pensamiento, rebasado que ha el subconsciente, recobra una hondura solemne, una callada serie de advertencias, el ámbito infinito de la soledad en que los hombres nos sentimos capaces de reconstruirnos y a la vez incapaces de seguir viviendo.
Soy capaz, lo siento, desde aquí, de ir creando figuras que flotan a mi alrededor, podría escribir un detallado relato, una novela, un mundo donde estaría sin estar. Lo importante es, sin embargo, estar, formar parte, participar.
En los cristales, repiquetea hoy el sol.
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