En mi opinión, usted no debería ir a las aulas de la Universidad a dar conferencias. Poder ya sabemos que puede. Incluso las leyes lo autorizan y se lo permiten, pero hay una ley no escrita, la que rige el comportamiento, los modos, las maneras, el autocontrol que se corresponde con un ser humano civilizado de nuestro tiempo.
Verá, es posible que yo no tenga razón, pero estoy convencido de que en la Universidad lo que fundamentalmente hay que aprender es a convivir con los demás, en ejercicio constante de nuestra curiosidad individual y colectiva. Y que no basta, para convivir, juntarse con los que más saben, sentarse a sus pies, escucharlos. Para convivir es esencial el recíproco respeto, y si el otro, el prójimo, nos lo pierde, resulta esencial que respondamos poniendo la otra mejilla y enseñándole así, con el ejemplo, que es como mejor y más se enseña, que para que pueda criticarnos libremente, es esencial que lo haga con maneras.
De no ser así y por más que comprendamos a quien como nosotros pierde la paciencia y las maneras cuando le llevan de modo acerbo la contraria, a veces, como es el caso, entre insultos, siempre injustificables, tenemos que considerarlo incapacitado para subirse a un podio o a un estrado a intentar transmitir conocimientos o consejos. Por más que sepa y mayor experiencia que tenga, no es más que otro bárbaro que cuando pierde la paciencia, vuelve a lo suyo, que es ventilar las diferencias de criterio con las armas por delante, cualesquiera que sean las que tenga a su alcance, las de su mayor fortaleza, las de tener a su disposición y servicio guardaespaldas o mercenarios o las de la palabra o el gesto hirientes, amparados en una la impunidad que añade a la barbarie alevosía, si no alevosía penal, sí, por lo menos, alevosía moral, carencias de civilización, desgarraduras de la cortesía.
Los que le insultan, unos impresentables, zafios y desinformados, seguramente bárbaros, usted un peligro para la imprescindible tarea de tratar de educarlos para que otros como ellos y otros como usted, puedan enfrentar sus criterios con la mayor acritud intelectual, pero siempre con el debido respeto, sin el que no sólo la convivencia social, sino incluso la civilización vuelven a su prehistoria, garrote en ristre y al que más pueda.
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